Intentos
fallidos
El mismo pensamiento puede ser expresado de otro modo:
yo permanezco en la Iglesia porque solamente la fe de la Iglesia salva al
hombre. Puede parecer una frase muy tradicional, dogmática e irreal, pero
en cambio es totalmente objetiva y realista. En nuestro mundo lleno de
inhibiciones y de frustraciones el deseo de salvación ha reaparecido en toda su
primordial vehemencia. Los esfuerzos de Freud y de C. G. Jung no son otra cosa
que intentos de salvar a quienes se sienten irredentos.
Partiendo de otras premisas, Marcuse, Adorno, Habermas, continúan a su modo buscando y anunciando la salvación. También el problema de Marx es en el fondo un problema de salvación. Cuanto más libre, clarificado y poderoso se convierta el hombre, tanto más le atormentará el deseo de salvación y tanto más esclavizado se encontrará. Marx, Freud, Marcuse, tienen todos en común la búsqueda de la salvación, la aspiración hacia un mundo sin dolor, enfermedad y miseria. El gran ideal de nuestra generación es uno sociedad libre de la tiranía, del dolor y de la injusticia; a esto apuntan las turbulentas explosiones de los jóvenes y el resentimiento de los viejos al ver que la tiranía, la injusticia y el dolor continúan como siempre.
Partiendo de otras premisas, Marcuse, Adorno, Habermas, continúan a su modo buscando y anunciando la salvación. También el problema de Marx es en el fondo un problema de salvación. Cuanto más libre, clarificado y poderoso se convierta el hombre, tanto más le atormentará el deseo de salvación y tanto más esclavizado se encontrará. Marx, Freud, Marcuse, tienen todos en común la búsqueda de la salvación, la aspiración hacia un mundo sin dolor, enfermedad y miseria. El gran ideal de nuestra generación es uno sociedad libre de la tiranía, del dolor y de la injusticia; a esto apuntan las turbulentas explosiones de los jóvenes y el resentimiento de los viejos al ver que la tiranía, la injusticia y el dolor continúan como siempre.
La lucha contra el dolor y la
injusticia brota de un impulso fundamentalmente cristiano, pero el pensar que a
través de las reformas sociales y la eliminación del dominio y del ordenamiento
jurídico se puede conseguir aquí y ahora un mundo libre de dolor, es una
doctrina errónea, profundamente desconocedora de la naturaleza humana.
En este mundo el dolor no se deriva sólo de la desigualdad en las riquezas y en
el poder. El sufrimiento no es el único peso que el hombre ha de descargarse de
las espaldas. Quien piensa así, tiene que refugiarse en el mundo ilusorio de
los estupefacientes, para encontrarse después más abatido y en contraste con la
realidad. Sólo soportándose a sí mismo y liberándose de la tiranía del propio
egoísmo, el hombre se encuentra a sí mismo, su propia verdad, su propia alegría
y su propia felicidad.
La crisis de nuestro tiempo
depende principalmente del hecho de que se nos quiere hacer creer que se puede
llegar a ser hombres sin el dominio de sí, sin la paciencia de la renuncia y la
fatiga de la superación, que no es necesario el sacrificio de mantener los
compromisos aceptados, ni el esfuerzo para sufrir con paciencia la tensión de
lo que se debería ser y lo que efectivamente se es.
Un hombre que sea privado de toda fatiga y trasportado
a la tierra prometida de sus sueños, pierde su autenticidad y su mismidad. En
realidad el hombre no es salvado sino a través de la cruz y la aceptación de
los propios sufrimientos y de los sufrimientos del mundo, que encuentran su
sentido liberador en la pasión de Dios. Solamente así el hombre llegará
a ser libre. Todas las demás ofertas a mejor precio están destinadas al
fracaso. La esperanza del
cristianismo y la suerte de la fe dependen de algo muy simple, de su capacidad
de decir la verdad. La suerte de la fe es la suerte de la verdad; ésta puede
ser oscurecida y pisoteada, pero jamás destruida.
Llegamos al
último punto. Un hombre ve únicamente en la medida en que ama.
Ciertamente existe también la clarividencia de la negación y del odio. Sin
embargo éstos solamente pueden ver lo que entra dentro de sus perspectivas: lo
negativo. Sin duda pueden preservar al amor de una ceguera que les haga olvidar
sus límites y los peligros que corre, pero no son capaces de construir algo
positivo. Sin una cierta cantidad de amor no se encuentra nada. Quien no se
compromete un poco para vivir la experiencia de la fe y la experiencia de la
Iglesia y no afronta el riesgo de mirarla con ojos de amor, no descubrirá otra
cosa que decepciones. El riesgo del amor es condición preliminar para llegar a
la fe. Quien osa arriesgarse no tiene necesidad de esconder ninguna de las
debilidades de la Iglesia, porque descubre que ésta no se reduce solamente a
ellas; descubre que junto a la historia de los escándalos existe también la de
la fe fuerte e intrépida, que ha dado sus frutos a través de todos los siglos
en grandes figuras como Agustín, Francisco de Asís, el dominico Bartolomé de
las Casas con su apasionada lucha por los indios, Vicente de Paúl, Juan XXIII.
Quien afronta
este riesgo del amor descubre que la Iglesia ha proyectado en la historia un
haz de luz tal que no puede ser apagado. También la belleza surgida bajo el
impulso de su mensaje, y que vemos plasmada aún hoy en incomparables obras de
arte, se convierte para él en un testimonio de verdad: lo que se traduce en
expresiones tan nobles no puede ser solamente tinieblas. La belleza de las
grandes catedrales, la belleza de la música nacida al calor de la fe, la magnificencia
de la liturgia eclesiástica, principalmente la realidad de la fiesta que no la
puede hacer uno mismo sino sólo acoger (7), la organización del año
litúrgico, en el que se funden en un conjunto el ayer y el hoy, el tiempo y la
eternidad, todas estas cosas no son, a mi juicio, algo casual. La belleza es el
resplandor de la verdad, ha dicho Tomás de Aquino, y podríamos añadir que la
ofensa a la belleza es la auto ironía de la verdad perdida. Las expresiones en
que la fe ha sabido darse a lo largo de la historia, son testimonio y
confirmación de su verdad.
Me permito aún añadir una observación, aunque pueda parecer muy subjetiva. Si se tienen los ojos abiertos, también hoy se pueden encontrar personas que son un testimonio viviente de la fuerza liberadora de la fe cristiana. Y no es una vergüenza ser y permanecer cristianos en virtud de estos hombres, que viviendo un cristianismo auténtico, nos lo hacen digno de fe y de amor. A fin de cuentas el hombre es víctima de una ilusión cuando pretende hacer de sí una especie de sujeto trascendental que considera válido únicamente lo que no es fortuito. Ciertamente es un deber reflexionar sobre semejantes experiencias, examinar su grado de responsabilidad, purificarlo y darle una nueva plenitud. Pero en el curso de este proceso necesario de objetivación ¿no figura acaso como una prueba relevante en favor del cristianismo el hecho de que haga más humanos a los hombres en el mismo momento en que los une a Dios? ¿Este elemento subjetivo no es también al mismo tiempo un dato objetivo del cual no hemos de avergonzarnos ante nadie?
Me permito aún añadir una observación, aunque pueda parecer muy subjetiva. Si se tienen los ojos abiertos, también hoy se pueden encontrar personas que son un testimonio viviente de la fuerza liberadora de la fe cristiana. Y no es una vergüenza ser y permanecer cristianos en virtud de estos hombres, que viviendo un cristianismo auténtico, nos lo hacen digno de fe y de amor. A fin de cuentas el hombre es víctima de una ilusión cuando pretende hacer de sí una especie de sujeto trascendental que considera válido únicamente lo que no es fortuito. Ciertamente es un deber reflexionar sobre semejantes experiencias, examinar su grado de responsabilidad, purificarlo y darle una nueva plenitud. Pero en el curso de este proceso necesario de objetivación ¿no figura acaso como una prueba relevante en favor del cristianismo el hecho de que haga más humanos a los hombres en el mismo momento en que los une a Dios? ¿Este elemento subjetivo no es también al mismo tiempo un dato objetivo del cual no hemos de avergonzarnos ante nadie?
Concluyamos con
una última observación. Cuando, como aquí, se afirma que sin el amor no se
puede ver y por tanto para conocer la Iglesia es también necesario amarla,
muchos se inquietan. ¿El amor no es acaso lo contrario de la crítica? ¿No es
quizá ésta la excusa a la que cuantos tienen el poder en la mano recurren
gustosamente para eliminar la crítica y mantener a su favor la situación de
hecho? ¿Se ayuda más a los hombres tratando de tranquilizarles y de paliar la
realidad, o quizás interviniendo a su favor contra las injusticias habituales o
contra el predominio de las estructuras? Se trata ciertamente de cuestiones muy
importantes, pero no podemos ahora tratarlas. Una cosa es sin embargo cierta,
que el amor no es estático ni acrítico. La única posibilidad que tenemos de
cambiar en sentido positivo a un hombre es la de amarlo, transformándolo
lentamente de lo que es en lo que puede ser. ¿Sucederá de distinto modo en la
Iglesia?
Basta con mirar la historia reciente: durante la renovación litúrgica y teológica de la primera mitad de este siglo ha madurado un verdadero movimiento de reforma que ha llevado a trasformaciones positivas. Esto solamente fue posible porque surgieron hombres con el don del discernimiento, que amaron la Iglesia con corazón atento y vigilante, con espíritu crítico, y dispuestos a sufrir por ella. Si hoy no somos capaces de realizar algo es porque estamos demasiado ocupados en afirmarnos sólo a nosotros mismos. No valdría la pena permanecer en una Iglesia que, para ser acogedora y digna de ser habitada, tuviera necesidad de ser hecha por nosotros; sería un contrasentido.
Permanecer en la Iglesia porque ella es en sí misma digna de permanecer en el mundo, digna de ser amada y trasformada por el amor en lo que debe ser, es el camino que también hoy nos enseña la responsabilidad de la fe.
Basta con mirar la historia reciente: durante la renovación litúrgica y teológica de la primera mitad de este siglo ha madurado un verdadero movimiento de reforma que ha llevado a trasformaciones positivas. Esto solamente fue posible porque surgieron hombres con el don del discernimiento, que amaron la Iglesia con corazón atento y vigilante, con espíritu crítico, y dispuestos a sufrir por ella. Si hoy no somos capaces de realizar algo es porque estamos demasiado ocupados en afirmarnos sólo a nosotros mismos. No valdría la pena permanecer en una Iglesia que, para ser acogedora y digna de ser habitada, tuviera necesidad de ser hecha por nosotros; sería un contrasentido.
Permanecer en la Iglesia porque ella es en sí misma digna de permanecer en el mundo, digna de ser amada y trasformada por el amor en lo que debe ser, es el camino que también hoy nos enseña la responsabilidad de la fe.
Ratzinger-Joseph
1971
1971
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(1)
Denzinger-Schonmetzer, Enchiridion symbolorum, Freiburg 1963, n. 3013 s.
(2) En esta exigencia se esconden ciertamente elementos justificables y en
muchos aspectos conci- liables con el carácter sacramental de la jerarquía
eclesiástica. Todo esto es expuesto con las debidas distinciones y clarificaciones
en J. Ratzinger-H. Maier, Democracia en la Iglesia, Madrid 1972.
(3) M. Eliade, Die Religionen und das Heilige, Salzburg 1954, 215; cf. también el
capítulo «Mond und Mondmystik», 180-216.
(4) Cf. H. Rahner, Griechische Mythen in christlicher Deutung, Darmstadt 1957,
200-224; Id., Symbole der Kirche, Salzburg 1964, 89-173. Es interesante la
observación según la cual la ciencia antigua discutió ampliamente si la luna tenía
o no luz propia. Los padres sostuvieron la tesis negativa, más tarde común, y la
interpretaban en un sentido teológico-simbólico (cf. especialmente la página
100).
(5) Ambrosio, Exameron IV 8, 23: CSEL 32, 1, página 137, Z 27 s.; H. Rahner,
Griechische Mythen, 201.
(6) H. de Lubac, Paradoja y misterio de la Iglesia, Salamanca 1967, 20 s.; cf. 16
s.
(7) Cf. sobre este tema especialmente J. Pieper, Musse und Kult, München
1948.
(2) En esta exigencia se esconden ciertamente elementos justificables y en
muchos aspectos conci- liables con el carácter sacramental de la jerarquía
eclesiástica. Todo esto es expuesto con las debidas distinciones y clarificaciones
en J. Ratzinger-H. Maier, Democracia en la Iglesia, Madrid 1972.
(3) M. Eliade, Die Religionen und das Heilige, Salzburg 1954, 215; cf. también el
capítulo «Mond und Mondmystik», 180-216.
(4) Cf. H. Rahner, Griechische Mythen in christlicher Deutung, Darmstadt 1957,
200-224; Id., Symbole der Kirche, Salzburg 1964, 89-173. Es interesante la
observación según la cual la ciencia antigua discutió ampliamente si la luna tenía
o no luz propia. Los padres sostuvieron la tesis negativa, más tarde común, y la
interpretaban en un sentido teológico-simbólico (cf. especialmente la página
100).
(5) Ambrosio, Exameron IV 8, 23: CSEL 32, 1, página 137, Z 27 s.; H. Rahner,
Griechische Mythen, 201.
(6) H. de Lubac, Paradoja y misterio de la Iglesia, Salamanca 1967, 20 s.; cf. 16
s.
(7) Cf. sobre este tema especialmente J. Pieper, Musse und Kult, München
1948.
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