martes, 22 de septiembre de 2015

5ª Parte: ¿por qué permanezco en la Iglesia? Joseph Ratzinger (1971)

Intentos fallidos

El mismo pensamiento puede ser expresado de otro modo: yo permanezco en la Iglesia porque solamente la fe de la Iglesia salva al hombre. Puede parecer una frase muy tradicional, dogmática e irreal, pero en cambio es totalmente objetiva y realista. En nuestro mundo lleno de inhibiciones y de frustraciones el deseo de salvación ha reaparecido en toda su primordial vehemencia. Los esfuerzos de Freud y de C. G. Jung no son otra cosa que intentos de salvar a quienes se sienten irredentos.

Partiendo de otras premisas, Marcuse, Adorno, Habermas, continúan a su modo buscando y anunciando la salvación. También el problema de Marx es en el fondo un problema de salvación. Cuanto más libre, clarificado y poderoso se convierta el hombre, tanto más le atormentará el deseo de salvación y tanto más esclavizado se encontrará. Marx, Freud, Marcuse, tienen todos en común la búsqueda de la salvación, la aspiración hacia un mundo sin dolor, enfermedad y miseria. El gran ideal de nuestra generación es uno sociedad libre de la tiranía, del dolor y de la injusticia; a esto apuntan las turbulentas explosiones de los jóvenes y el resentimiento de los viejos al ver que la tiranía, la injusticia y el dolor continúan como siempre.

La lucha contra el dolor y la injusticia brota de un impulso fundamentalmente cristiano, pero el pensar que a través de las reformas sociales y la eliminación del dominio y del ordenamiento jurídico se puede conseguir aquí y ahora un mundo libre de dolor, es una doctrina errónea, profundamente desconocedora de la naturaleza humana. 

En este mundo el dolor no se deriva sólo de la desigualdad en las riquezas y en el poder. El sufrimiento no es el único peso que el hombre ha de descargarse de las espaldas. Quien piensa así, tiene que refugiarse en el mundo ilusorio de los estupefacientes, para encontrarse después más abatido y en contraste con la realidad. Sólo soportándose a sí mismo y liberándose de la tiranía del propio egoísmo, el hombre se encuentra a sí mismo, su propia verdad, su propia alegría y su propia felicidad.

La crisis de nuestro tiempo depende principalmente del hecho de que se nos quiere hacer creer que se puede llegar a ser hombres sin el dominio de sí, sin la paciencia de la renuncia y la fatiga de la superación, que no es necesario el sacrificio de mantener los compromisos aceptados, ni el esfuerzo para sufrir con paciencia la tensión de lo que se debería ser y lo que efectivamente se es.

Un hombre que sea privado de toda fatiga y trasportado a la tierra prometida de sus sueños, pierde su autenticidad y su mismidad. En realidad el hombre no es salvado sino a través de la cruz y la aceptación de los propios sufrimientos y de los sufrimientos del mundo, que encuentran su sentido liberador en la pasión de Dios. Solamente así el hombre llegará a ser libre. Todas las demás ofertas a mejor precio están destinadas al fracaso. La esperanza del cristianismo y la suerte de la fe dependen de algo muy simple, de su capacidad de decir la verdad. La suerte de la fe es la suerte de la verdad; ésta puede ser oscurecida y pisoteada, pero jamás destruida.

Llegamos al último punto. Un hombre ve únicamente en la medida en que ama. Ciertamente existe también la clarividencia de la negación y del odio. Sin embargo éstos solamente pueden ver lo que entra dentro de sus perspectivas: lo negativo. Sin duda pueden preservar al amor de una ceguera que les haga olvidar sus límites y los peligros que corre, pero no son capaces de construir algo positivo. Sin una cierta cantidad de amor no se encuentra nada. Quien no se compromete un poco para vivir la experiencia de la fe y la experiencia de la Iglesia y no afronta el riesgo de mirarla con ojos de amor, no descubrirá otra cosa que decepciones. El riesgo del amor es condición preliminar para llegar a la fe. Quien osa arriesgarse no tiene necesidad de esconder ninguna de las debilidades de la Iglesia, porque descubre que ésta no se reduce solamente a ellas; descubre que junto a la historia de los escándalos existe también la de la fe fuerte e intrépida, que ha dado sus frutos a través de todos los siglos en grandes figuras como Agustín, Francisco de Asís, el dominico Bartolomé de las Casas con su apasionada lucha por los indios, Vicente de Paúl, Juan XXIII.

Quien afronta este riesgo del amor descubre que la Iglesia ha proyectado en la historia un haz de luz tal que no puede ser apagado. También la belleza surgida bajo el impulso de su mensaje, y que vemos plasmada aún hoy en incomparables obras de arte, se convierte para él en un testimonio de verdad: lo que se traduce en expresiones tan nobles no puede ser solamente tinieblas. La belleza de las grandes catedrales, la belleza de la música nacida al calor de la fe, la magnificencia de la liturgia eclesiástica, principalmente la realidad de la fiesta que no la puede hacer uno mismo sino sólo acoger (7), la organización del año litúrgico, en el que se funden en un conjunto el ayer y el hoy, el tiempo y la eternidad, todas estas cosas no son, a mi juicio, algo casual. La belleza es el resplandor de la verdad, ha dicho Tomás de Aquino, y podríamos añadir que la ofensa a la belleza es la auto ironía de la verdad perdida. Las expresiones en que la fe ha sabido darse a lo largo de la historia, son testimonio y confirmación de su verdad.

Me permito aún añadir una observación, aunque pueda parecer muy subjetiva. Si se tienen los ojos abiertos, también hoy se pueden encontrar personas que son un testimonio viviente de la fuerza liberadora de la fe cristiana. Y no es una vergüenza ser y permanecer cristianos en virtud de estos hombres, que viviendo un cristianismo auténtico, nos lo hacen digno de fe y de amor. A fin de cuentas el hombre es víctima de una ilusión cuando pretende hacer de sí una especie de sujeto trascendental que considera válido únicamente lo que no es fortuito. Ciertamente es un deber reflexionar sobre semejantes experiencias, examinar su grado de responsabilidad, purificarlo y darle una nueva plenitud. Pero en el curso de este proceso necesario de objetivación ¿no figura acaso como una prueba relevante en favor del cristianismo el hecho de que haga más humanos a los hombres en el mismo momento en que los une a Dios? ¿Este elemento subjetivo no es también al mismo tiempo un dato objetivo del cual no hemos de avergonzarnos ante nadie?

Concluyamos con una última observación. Cuando, como aquí, se afirma que sin el amor no se puede ver y por tanto para conocer la Iglesia es también necesario amarla, muchos se inquietan. ¿El amor no es acaso lo contrario de la crítica? ¿No es quizá ésta la excusa a la que cuantos tienen el poder en la mano recurren gustosamente para eliminar la crítica y mantener a su favor la situación de hecho? ¿Se ayuda más a los hombres tratando de tranquilizarles y de paliar la realidad, o quizás interviniendo a su favor contra las injusticias habituales o contra el predominio de las estructuras? Se trata ciertamente de cuestiones muy importantes, pero no podemos ahora tratarlas. Una cosa es sin embargo cierta, que el amor no es estático ni acrítico. La única posibilidad que tenemos de cambiar en sentido positivo a un hombre es la de amarlo, transformándolo lentamente de lo que es en lo que puede ser. ¿Sucederá de distinto modo en la Iglesia?

Basta con mirar la historia reciente: durante la renovación litúrgica y teológica de la primera mitad de este siglo ha madurado un verdadero movimiento de reforma que ha llevado a trasformaciones positivas. Esto solamente fue posible porque surgieron hombres con el don del discernimiento, que amaron la Iglesia con corazón atento y vigilante, con espíritu crítico, y dispuestos a sufrir por ella. Si hoy no somos capaces de realizar algo es porque estamos demasiado ocupados en afirmarnos sólo a nosotros mismos. No valdría la pena permanecer en una Iglesia que, para ser acogedora y digna de ser habitada, tuviera necesidad de ser hecha por nosotros; sería un contrasentido.

Permanecer en la Iglesia porque ella es en sí misma digna de permanecer en el mundo, digna de ser amada y trasformada por el amor en lo que debe ser, es el camino que también hoy nos enseña la responsabilidad de la fe.

Ratzinger-Joseph
1971


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(1) Denzinger-Schonmetzer, Enchiridion symbolorum, Freiburg 1963, n. 3013 s.
(2) En esta exigencia se esconden ciertamente elementos justificables y en
muchos aspectos conci- liables con el carácter sacramental de la jerarquía
eclesiástica. Todo esto es expuesto con las debidas distinciones y clarificaciones
en J. Ratzinger-H. Maier, Democracia en la Iglesia, Madrid 1972.
(3) M. Eliade, Die Religionen und das Heilige, Salzburg 1954, 215; cf. también el
capítulo «Mond und Mondmystik», 180-216.
(4) Cf. H. Rahner, Griechische Mythen in christlicher Deutung, Darmstadt 1957,
200-224; Id., Symbole der Kirche, Salzburg 1964, 89-173.
Es interesante la
observación según la cual la ciencia antigua discutió ampliamente si la luna tenía
o no luz propia. Los padres sostuvieron la tesis negativa, más tarde común, y la
interpretaban en un sentido teológico-simbólico (cf. especialmente la página
100).
(5) Ambrosio, Exameron IV 8, 23: CSEL 32, 1, página 137, Z 27 s.; H. Rahner,
Griechische Mythen, 201.
(6) H. de Lubac, Paradoja y misterio de la Iglesia, Salamanca 1967, 20 s.; cf. 16
s.
(7) Cf. sobre este tema especialmente J. Pieper, Musse und Kult, München
1948.

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