Reformas
Pero dejemos a
un lado las comparaciones. La perspectiva contemporánea ha determinado nuestra
mirada sobre la Iglesia, de tal modo que hoy prácticamente sólo vemos la
Iglesia desde el punto de vista de la eficacia, preocupados por descubrir qué
es lo que podemos hacer con ella. Los prolongados esfuerzos por reformar a
la Iglesia han hecho olvidar todo lo demás.
Para nosotros
hoy no es nada más que una organización que se puede trasformar y nuestro gran
problema es el de determinar cuáles son los cambios que la hagan «más eficaz»
para los objetivos particulares que cada uno se propone. Planteando de esta
manera la cuestión, el concepto de reforma ha sufrido en la conciencia
colectiva profundas degeneraciones, que lo han privado de su núcleo central.
Pues reforma, en su significado original, es un proceso espiritual,
totalmente cercano al cambio de vida y a la conversión, que entra de lleno
en el corazón del fenómeno cristiano: solamente a través de la conversión se llega a ser
cristianos; esto vale tanto para la vida particular de cada uno como
para la historia de toda la Iglesia. Esta vive como Iglesia en la medida en que
renueva sin cesar su conversión al Señor, al evitar cerrarse en sí misma y en sus propias costumbres
más queridas, tan
fácilmente contrarias a la verdad. Cuando la reforma es arrancada de
este contexto, del esfuerzo y el deseo de conversión, cuando se espera la
salvación solamente del cambio de los demás, de la trasformación de las
estructuras, de formas siempre nuevas de adaptación a los tiempos, quizá
se llegue de momento a cierta utilidad inmediata, pero en el conjunto la reforma
se convierte en una caricatura de sí misma, capaz de cambiar únicamente las
realidades secundarias y menos importantes de la Iglesia.
No es de extrañarse por tanto que la misma Iglesia
aparezca en definitiva como algo secundario. Todo esto nos ayuda a entender
la paradoja que surge de los intentos de renovación propios de nuestra época:
los esfuerzos para suavizar la rigidez de las estructuras, para corregir las
formas del aparato eclesiástico provenientes de la edad media o más aún de los
tiempos del absolutismo, para liberar a la Iglesia de tales interferencias y
capacitarla para un servicio más simple y más conforme con el espíritu del
evangelio, han conducido en
realidad a una sobre valoración del elemento institucional de la Iglesia sin
precedentes en su historia.
Las instituciones y los aparatos
eclesiásticos son sin duda objeto de una crítica radical como jamás existió,
pero también absorben la atención con una exclusividad más acentuada que antes,
de tal manera que para muchos la Iglesia queda reducida a esa realidad
institucional. La pregunta sobre la Iglesia se plantea en términos de
organización. No se quiere que un mecanismo tan bien montado quede infructuoso,
pero se le encuentra desde muchos puntos de vista inadecuados para conseguir
los objetivos que se le asignan.
Detrás de todo eso se perfila el problema central de la crisis de la fe.
Detrás de todo eso se perfila el problema central de la crisis de la fe.
Por su
radio de acción la Iglesia ejerce sociológicamente su influencia más allá del
círculo de sus fieles, y la institucionalización de esta situación falsa la aliena
profundamente en su verdadera naturaleza. La publicidad derivada del concilio y
la perspectiva de un posible acercamiento entre creyentes y no creyentes, que
ha dado fatalmente la impresión de realidad, ha radicalizado al máximo esta
alienación.
Muchas veces el
concilio fue aplaudido también por aquellos que no tenían intención de llegar a
ser creyentes en el sentido de la tradición cristiana, pero que saludaron este
«progreso» de la Iglesia como una confirmación de sus propias opciones y de los
caminos recorridos por ellos. Al
mismo tiempo hay que reconocer que dentro de la Iglesia la fe ha entrado en una
agitada fase de efervescencia. El problema de la mediación histórica
sitúa el antiguo credo en una luz incierta y ambigua, con la que las verdades pierden
sus propios contornos; por otra parte las objeciones de las ciencias naturales
y más aún de la concepción moderna del mundo avivan este proceso. Los límites entre la interpretación
y la negación de las verdades principales se hacen cada vez más difíciles de
reconocer.
Por ejemplo ¿qué es lo que significa realmente «resucitado de
entre los muertos»? ¿Quiénes son los que creen, interpretan o niegan? Y
mientras se discute hasta dónde pueden llegar los límites de la interpretación,
se hace cada vez más borroso el rostro de Dios. La «muerte de Dios» es un proceso totalmente real, que se
instala hoy en el mismo corazón de la Iglesia. (Que
fuerte esta afirmaciçon) Dios muere en la cristiandad, así al menos
parece. De hecho allí donde la resurrección se convierte en un acontecimiento
de una misión vívida en una imagen superada, Dios no actúa ya. ¿Pero Dios actúa
verdaderamente? Esta es la pregunta que surge de inmediato. Mas ¿puede haber alguien tan
reaccionario que acepte literalmente la afirmación «él ha resucitado»?
De este modo lo
que para uno sólo es progreso, es para otro increencia y lo que antes era
inconcebible, es hoy algo normal; personas que desde hace tiempo habían
abandonado el credo de la Iglesia, se consideran de buena fe como auténticos
cristianos progresistas. Según éstos el único criterio
para juzgar a la Iglesia es su eficiencia.
Queda, sin embargo, por
establecer cuál sea la verdadera eficiencia y para qué objetivos se deba usar.
¿Para criticar la sociedad, para ayudar al desarrollo, para fomentar la
revolución? ¿O quizá para celebraciones comunitarias? De cualquier forma hay
que comenzar desde los cimientos, porque inicialmente la Iglesia no había sido
concebida para esto y efectivamente en su forma actual no está preparada para
esos objetivos. Y de este modo aumenta el malestar tanto en los creyentes como
en los no creyentes. El
derecho de ciudadanía que la incredulidad ha adquirido en la Iglesia hace la
situación cada vez más insoportable tanto para unos como para otros. Especialmente trágico es el hecho de que todo esto haya
situado el programa de reforma en una ambigüedad extraordinariamente equívoca y
para muchos insoluble.
Naturalmente se
puede objetar que no todo el panorama se presenta con nubarrones tan negros. En
los últimos años han nacido y madurado muchas realidades positivas que no es
justo silenciar: la nueva liturgia más accesible al pueblo, la sensibilidad
para los problemas sociales, el mejor entendimiento entre los cristianos
separados, la disminución del miedo debido a una falsa concepción literal de la
fe y muchas otras cosas más. Esto sin duda es verdadero y no se puede
minimizar; pero no refleja exactamente la atmósfera general de la Iglesia. Al contrario, también todo esto ha
sido inficionado por la ambigüedad debida a la desaparición de los límites
precisos entre fe e incredulidad.
Solamente al principio pareció que
la consecuencia de esta desaparición pudiera ser considerada como algo
liberador. Hoy es claro que de semejante proceso, a
pesar de todos los signos de esperanza, en vez de una Iglesia moderna ha
surgido una profundamente desgarrada y problematizada. Hemos de
admitirlo sin restricciones: el Vaticano I había descrito la Iglesia
como el signum levatum in nationes, como el estandarte escatológico
visible desde lejos que convocaba y reunía a los hombres. Según el concilio de
1870 ella era el signo esperado por Isaías (11, 12), la señal que incluso desde
lejos todos podían reconocer y que a todos indicaba claramente el camino a
recorrer. Con su maravillosa propagación, su eminente santidad, su fecundidad
para todo lo bueno y su profunda estabilidad, ella representaba el verdadero
milagro del cristianismo, la mejor prueba de su credibilidad ante la historia
(1).
Hoy parece verdadero todo lo contrario: no una comunidad maravillosamente
difundida, sino una asociación estancada, que no ha sido capaz de superar
realmente los confines del espíritu europeo y medieval; no ya una profunda
santidad, sino un conjunto de debilidades humanas, una historia vergonzosa y
humillante, en la que no ha faltado ningún escándalo, desde la persecución de
herejes y procesos contra las brujas, desde la persecución de los judíos y el
servilismo de las conciencias hasta el auto dogmatismo y la resistencia contra
la evidencia científica, de tal modo que quien pertenece a esa historia no
puede hacer otra cosa que cubrirse vergonzosamente la cara; finalmente no ya
una estabilidad indestructible, sino condescendencia con todas las corrientes
de la historia, con el colonialismo, el nacionalismo y recientemente los
intentos de hacer las paces con el marxismo y hasta de identificarse con él...
De
este modo la Iglesia no aparece ya como el signo que invita a la fe, sino
precisamente como el obstáculo principal para su aceptación. Da la impresión
de que la verdadera teología consiste sólo en quitarle a la Iglesia sus
predicados teológicos, para considerarla y tratarla bajo un aspecto puramente
político. No se la mira ya como una realidad de fe, sino como una
organización de creyentes, puramente casual y poco accesible, que hay que
remodelar lo antes posible según los más modernos criterios de la sociología.
«La confianza es buena, el control mejor», tal es el eslogan que después de
tantas desilusiones se prefiere adoptar en relación con la estructura eclesiástica.
El principio sacramental no es ya suficientemente claro, solamente el control
democrático aparece digno de fe(2): en definitiva el Espíritu santo es
totalmente inaferrable. Quien no tiene miedo de mirar al pasado sabe muy bien
que las humillaciones de la historia se derivan precisamente de que en un
momento determinado el hombre creyó deber asumir los plenos poderes y
considerar como única y verdadera realidad solamente sus propias empresas.
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