viernes, 18 de septiembre de 2015

4ª parte: ¿Por qué permanezco en la Iglesia? Joseph Ratzinger

3. ¿Por qué permanezco en la Iglesia?

En lo ya expuesto está implícita la respuesta al interrogante que nos hemos planteado al principio: yo estoy en la Iglesia porque creo que hoy como ayer e independientemente de nosotros, detrás de «nuestra Iglesia» vive «su Iglesia» y no puedo estar cerca de él si no es permaneciendo en su Iglesia. Yo estoy en la Iglesia porque a pesar de todo creo que no es en el fondo nuestra sino «suya».

I-NO-SI:

En términos muy concretos: es la Iglesia la que no obstante todas las debilidades humanas existentes en ella nos da a Jesucristo; solamente por medio de ella puedo yo recibirlo como una realidad viva y poderosa, que me interpela aquí y ahora.

Henri De Lubac ha expresado de este modo esta verdad: «Incluso los que la (Iglesia) desprecian, si todavía admiten a Jesús, ¿saben de quién lo reciben? ... Jesús está vivo para nosotros. Pero ¿en medio de qué arenas movedizas se habría perdido, no ya su memoria y su nombre, sino su influencia viva, la acción de su evangelio y la fe en su persona divina, sin la continuidad visible de su Iglesia?... ‘Sin la Iglesia, Cristo se evapora, se desmenuza, se anula’. ¿Y qué sería la humanidad privada de Cristo?»(6).

El primer y más elemental principio que hemos de establecer es que cualquiera que sea o haya sido el grado de infidelidad de la Iglesia, así como es verdad que ésta tiene continuadamente necesidad de confrontarse con Cristo, también es cierto que entre Cristo y la Iglesia no hay ningún contraste decisivo. Por medio de la Iglesia él, superando las distancias de la historia, se hace vivo, nos habla y permanece en medio de nosotros como maestro y Señor, como hermano que nos reúne en fraternidad. Dándonos a Jesucristo, haciéndolo vivo y presente en medio de nosotros, regenerándolo continuamente en la fe y en la oración de los hombres, la Iglesia da a la humanidad una luz, un apoyo y una norma sin los que no podríamos entender el mundo. Quien desea la presencia de Cristo en la humanidad, no la puede encontrar contra la Iglesia, sino solamente en ella.

Todo lo dicho nos lleva a la conclusión de que si yo estoy en la Iglesia es por las mismas razones porque soy cristiano. No se puede creer en solitario. La fe sólo es posible en comunión con otros creyentes. La fe por su misma naturaleza es fuerza que une. Su verdadero modelo es la realidad de pentecostés, el milagro de compresión que se establece entre los hombres de procedencia y de historia diversas. Esta fe o es eclesial o no es tal fe.

Además así como no se puede creer en solitario, sino sólo en comunión con otros, tampoco se puede tener fe por iniciativa propia o invención, sino sólo si existe alguien que me comunica esta capacidad, que no está en mi poder sino que me precede y me trasciende. Una fe que fuese fruto de mi invención sería un contrasentido, porque me podría decir y garantizar solamente lo que yo ya soy y sé, pero no podría nunca superar los límites de mi yo. Por eso una Iglesia, una comunidad que se hiciese a si misma, que estuviese fundada sólo sobre la propia gracia, sería una contrasentido. La fe exige una comunidad que tenga poder y sea superior a mí y no una creación mía ni el instrumento de mis propios deseos.

Todo esto se puede formular también desde un punto de vista más histórico: o Jesús fue un ser superior al hombre, dotado de un poder que no era fruto del propio arbitrio, sino capaz de extenderse a todos los siglos, o no tuvo tal poder ni pudo por tanto dejarlo en herencia a los demás. En tal caso yo estaría al arbitrio de mis reconstrucciones mentales y él no sería nada más que un gran fundador, que se hace presente a través de un pensamiento renovado. Si en cambio Jesús es algo más, él no depende de mis reconstrucciones mentales sino que su poder es válido todavía hoy.

Pero volvamos al pensamiento anterior según el cual solamente se puede ser cristiano dentro de la Iglesia, no fuera ni junto a ella. No tengamos miedo de plantearnos con toda objetividad esta pregunta patética: ¿qué sería el mundo sin Cristo? ¿Sin un Dios que habla y se manifiesta, qué conoce al hombre y a quién el hombre puede conocer?


La respuesta nos la dan clara y nítida quienes con tenacidad enconada tratan de construir efectivamente un mundo sin Dios. Sus esfuerzos se reducen a un experimento absurdo, sin perspectivas ni criterios de acción. Aunque en su larga historia el cristianismo haya concretamente faltado -y siempre lo ha hecho de modo desconcertante- al mensaje contenido en él, no ha dejado jamás de proclamar los criterios de justicia y de amor, frecuentemente contra la misma Iglesia y no obstante jamás sin el secreto poder que hay depositado en ella.

En otros términos: yo permanezco en la Iglesia porque creo que la fe, realizable solamente en ella y nunca contra ella, es una verdadera necesidad para el hombre y para el mundo. Este vive de la fe aun allí donde no la comparte. De hecho donde ya no hay Dios -y un Dios que calla no es Dios- no existe tampoco la verdad que es anterior al mundo y al hombre. Pero en un mundo sin verdad no se puede vivir por mucho tiempo. Donde se renuncia a la verdad, se continúa viviendo porque ésta aún no se ha apagado totalmente, como la luz del sol continúa aún brillando por algún tiempo, antes de que la noche cerrada cubra el mundo.

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