sábado, 26 de septiembre de 2015

Comentario a la carta de Santiago del beato Óscar Romero

LOS BIENES MATERIALES

JUSTICIA DE DIOS Y EGOÍSMO DE LOS HOMBRES

a) Condena el abuso de la propiedad

Éste es más grave, o mejor dicho, más visible, los bienes materiales. Alguien me dijo una vez: «En vez de sus discursos incendiarios, ¿por qué no lee simplemente el evangelio? Y a mí se me ocurría hoy no hacer otra homilía más que leer el texto de Santiago. Fíjense si hay algo más incendiario que Santiago cuando hoy nos dice: «Ahora, vosotros, los ricos, llorad y lamentaos por las desgracias que os han tocado. Vuestra riqueza está corrompida y vuestros vestidos están apolillados. Vuestro oro y vuestra plata herrumbrados, y esa herrumbre será un testimonio contra vosotros y devorará vuestra carne como el fuego»... Que conste que están aplaudiendo al apóstol Santiago... Y continúa el apóstol: «¡Habéis amontonado riqueza, precisamente ahora, en el tiempo final! El jornal defraudado a los obreros que han cosechado vuestros campos está clamando contra vosotros; y los gritos de los segadores han llegado hasta el oído del Señor de los ejércitos. Habéis vivido en este mundo con lujo y entregados al placer. Os habéis cebado para el día de la matanza, condenaste y mataste al justo; él no os resiste». Aquí encuentro, nada más para ordenar el pensamiento de Santiago, los tres grandes males de la riqueza cuando se abusa de ella. No se condena la riqueza sino el abuso de la riqueza. 

-Lo primero es absolutizar un bien limitado. Su abundancia injusta es testimonio contra el mismo propietario

Cuando habla de oro que se enmohece, y de abundancia de vestidos que se están picando, en vez de darlos a los pobres, está diciendo: esa abundancia es un testimonio de que no hay que absolutizar lo que se tiene, sino compartirlo. Es lo segundo: pervertir el fin de la riqueza. Compartir con los trabajadores que te ayudan a levantar la cosecha...

Y tercero, lo que yo digo en mi carta pastoral, destruir al propietario injusto. La idolatría de la riqueza no sólo ofende a Dios sino que destruye al mismo que la posee. Y es lo que dice Santiago en la carta de hoy: «...habéis vivido en este mundo con lujo y entregados al placer, os habéis cebado para el día de la matanza».

El domingo pasado yo no me acordaba del autor de aquella frase que les cité en italiano y cuando salíamos, Televisión Italiana que había estado con nosotros, me dijo: «Esa frase es del Cardenal Montini, cuando era obispo de Milán». El Papa Pablo VI, dicen que llamó a todos los empresarios de Milán y les dijo esa famosa frase: «Spogliatevi, se non, vi spoglieranno», es decir: «Despojaos, sino os despojarán». Yo creo que antes que nos quiten por la sangre y la violencia, demos por amor...

b) Discurso de Juan Pablo II en Puebla

Y ya que estamos también en un homenaje a Juan Pablo II, yo quisiera que hiciéramos un contrato con todos ustedes y los que están oyendo por radio: que vamos a aceptar todo lo que diga el Papa en las Naciones Unidas y que nuestros periódicos no manipulen solamente un aspecto de la noticia... Yo desde ya quiero decirles que quiero ser fiel al Papa hasta la muerte y que lo que diga Juan Pablo II en las Naciones Unidas será para mí también una orientación; yo trataré de repetir y de acomodar mi pensamiento -como siempre lo hago- al pensamiento del magisterio del Papa, que habla en nombre de Dios...

Miren como en Puebla, el Papa, cuando les dice a los obispos: «Ustedes son defensores y promotores de la dignidad» y recuerda como la historia de la Iglesia recoge figuras de obispos profundamente empeñados en la valiente defensa de la dignidad humana, de aquellos que el Señor les ha confiado dice; «Nace -son palabras de Juan Pablo II en Puebla- la constante preocupación de la Iglesia por la delicada cuestión de la propiedad. Una prueba de ello son los escritos de los padres de la Iglesia a través del primer milenio del cristianismo». Quien lee los padres de los primeros siglos francamente que ya se les podía llamar comunistas, y no es más que los intérpretes de la doctrina tradicional de la Iglesia. 

Aquí cita a San Ambrosio y otros papas y dice: «Lo demuestra claramente la doctrina vigorosa de Santo Tomás de Aquino, repetida tantas veces -el gran teólogo de la Edad Media habla de que la propiedad privada no es un derecho absoluto sino relativo-». En nuestros tiempos -palabras del Papa- la Iglesia ha hecho apelación a los mismos principios en documentos de tan largo alcance, como son las encíclicas sociales de los últimos papas. Con una fuerza y profundidad particular, habló de este tema el Papa Pablo VI en su Encíclica Populorum Progressio.

Esta voz de la Iglesia, eco de la voz de la conciencia humana, que no cesó de razonar a través de los siglos en medio de los más variados sistemas y condiciones socioculturales, merece y necesita ser escuchada también en nuestra época, cuando la riqueza creciente de unos pocos sigue paralela a la creciente miseria de la masa...

«Es entonces -continúa diciendo Juan Pablo II- cuando adquiere carácter urgente la enseñanza de la Iglesia, según la cual sobre toda propiedad privada grava una hipoteca social».

El otro día alguien me dijo que no había entendido esta frase y por si alguno necesita esta explicación, el Papa quiere decir que así como cuando uno tiene una casa hipotecada no es toda de él, si no paga la deuda se la quitan. El Papa dice lo mismo, la propiedad privada, aunque tengas bien hechos tus registros, tus escrituras, no es un derecho absoluto, esta hipotecada al bien social, y el bien común es la pauta para la propiedad privada. Por eso decimos que es necesaria una reestructuración de nuestro sistema económico y social, porque no puede ser esta absolutización, esa idolatría de la propiedad privada que es francamente un paganismo. El cristianismo no puede admitir una propiedad privada absoluta...

«Con respecto a esta enseñanza -dice el Papa-, la Iglesia tiene una misión que cumplir: debe predicar, educar a las personas y a las colectividades, formar la opinión pública, orientar a los responsables de los pueblos. De este modo estará trabajando en favor de la sociedad, dentro de la cual este principio cristiano y evangélico terminará dando frutos de una distribución más justa y equitativa de los bienes, no sólo al interior de cada nación, sino también en el mundo internacional en general, evitando que los países más fuertes usen su poder en detrimento de los más débiles». La carta de Santiago apóstol puesta al día y para América Latina, por Juan Pablo II.

Por tanto, cuando se nos critica de estar aquí predicando cosas incendiarias nosotros decimos: no estamos haciendo más que recordar un principio que se ha olvidado y que es necesario a la base de las transformaciones de nuestra sociedad. Si queremos que cese la violencia y que cese todo ese malestar, hay que ir a la raíz. Y la raíz está aquí: la injusticia social. 
  
Es necesario educarse, como dice el Papa, y aquí, desde la palabra de Dios yo hago un llamamiento a todos los queridos hermanos salvadoreños, sobre todo a aquellos que han pervertido en su mente y en su corazón, en su apego, la doctrina verdadera y cristiana de la propiedad privada: que revisen y verán que son más felices cuando por amor se desprenden para sus hermanos y comparten con todos lo que no es felicidad disfrutarlo uno solo.

(homilía 30/09/1979) 

26º DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO, CICLO B

Lecturas:

Núm 11. 25-29

Sgo 9, 38-43. 47-48

Lc 16, 19-31

Hay una tendencia en cada uno de nosotros que es casi inevitable: ser mezquinos.  Si no aceptamos de estrada esa afirmación veamos a nuestros alrededor como esta el mundo, nuestro país, nuestras familias y nuestrocorazones; todo apunta al caos, porque cada quien mira por su propio bien, y mira con rabia el bien del prójimo.  

La liturgia de este Domingo tiene un trasfondo inconfundible: la misericordia de Dios versus la mezquindad de las personas.

En la antífona  de entrada pedimos al Señor: Pero da gloria a tu nombre y trátanos según tu abundante misericordia (Dn 3, 42). Es una oración confiada a ese rostro misericordioso de Dios que supera cualquier temor por el castigo merecido de nuestros pecados y por el bien que hemos dejado de hacer, la salvación es gracias a que él es bueno, no nosotros. 

Efectivamente, miramos en la oración colecta que la Iglesia afirma de Dios algo muy importante: Oh Dios, que manifiestas especialmente tu poder con el perdón y la misericordia; por lo que terminamos pidiendo que derrame su gracia sobre nosotros para que deseemos sus promesas y alcancemos los bienes del cielos. Esto quiere decir que confiar en la misericordia y el perdón de Dios inyecta en nuestro corazones una dimensión de trascendencia que abre infinitamente el horizonte de nuestra existencia.  Decía el beato Óscar Romero: Trascendencia, como lo he repetido varias veces, es la perspectiva no sólo a la mirada terrenal, sino a los horizontes del Creador, del Señor, y es allí donde nos invita a mirar las lecturas de hoy, sobre todo.¡Ah, si pensáramos que transitorias son las cosas de la tierra!, no sería alienación, si no sería darle el justo valor relativo a los bienes de la tierra para comprar con ellos -como dice el evangelio- las amistades del cielo y no para hundirse con ellos en las mazmorras del abismo.

El evangelio de este domingo ilumina el misterio de la misericordia que estamos contemplando. Pareciera que se este poniendo la misericordia de Dios contra la mezquindad de las personas: Juan le dijo: «Maestro, hemos visto a uno que expulsaba demonios en tu Nombre, y tratamos de impedírselo porque no es de los nuestros». Pero Jesús les dijo: «No se lo impidan, porque nadie puede hacer un milagro en mi Nombre y luego hablar mal de mi (Mc 9, 38-39). El beato Óscar Romero comenta este pasaje: 

La respuesta magnánima de Jesús es la que vamos a aprender: «No se lo impidáis, porque uno que hace milagros en mi nombre no puede luego hablar mal de mí. El que no está contra nosotros está a favor nuestro. El carisma, dones maravillosos que Dios da para el bien de toda su Iglesia no los debe de monopolizar nadie. Nadie debe sentirse mezquino porque hay otro que predica mejor, por que hay alguien que tiene dones del Señor. Sería la mezquindad más absurda querer cortar, querer mutilar lo que Dios está dando, tal vez, al más insignificante. Qué hermosa la respuesta de Jesús: «Si hace milagros en mi nombre, aunque a ustedes les parezca que no está con nosotros, está con nosotros». (Homilía 30/09/1979).  

A la luz de estas palabras podríamos deducir (como propuesta de reflexión) que no vivir la misericordia, es decir, el ser mezquinos puede ser causa de escándalo en este mundo, sobre todo para los más pequeños que siempre son los más afectados de por las actitudes egoístas de la humanidad, eh allí la advertencia de Jesús: Si alguien llegara a escandalizar a uno de estos pequeños que tienen fe, sería preferible para él que le ataran al cuello una piedra de moler y lo arrojaran al mar (Mc 9, 42). y como consecuencia nos invita a cortar todo aquello que nos hace pecar, o sea, todo aquello que nos hace mezquinos y escandalosos a los demás: el pecado tiene como raíz un egoísmo mezquino y desordenado, hay que cortarlo de raíz. 


martes, 22 de septiembre de 2015

5ª Parte: ¿por qué permanezco en la Iglesia? Joseph Ratzinger (1971)

Intentos fallidos

El mismo pensamiento puede ser expresado de otro modo: yo permanezco en la Iglesia porque solamente la fe de la Iglesia salva al hombre. Puede parecer una frase muy tradicional, dogmática e irreal, pero en cambio es totalmente objetiva y realista. En nuestro mundo lleno de inhibiciones y de frustraciones el deseo de salvación ha reaparecido en toda su primordial vehemencia. Los esfuerzos de Freud y de C. G. Jung no son otra cosa que intentos de salvar a quienes se sienten irredentos.

Partiendo de otras premisas, Marcuse, Adorno, Habermas, continúan a su modo buscando y anunciando la salvación. También el problema de Marx es en el fondo un problema de salvación. Cuanto más libre, clarificado y poderoso se convierta el hombre, tanto más le atormentará el deseo de salvación y tanto más esclavizado se encontrará. Marx, Freud, Marcuse, tienen todos en común la búsqueda de la salvación, la aspiración hacia un mundo sin dolor, enfermedad y miseria. El gran ideal de nuestra generación es uno sociedad libre de la tiranía, del dolor y de la injusticia; a esto apuntan las turbulentas explosiones de los jóvenes y el resentimiento de los viejos al ver que la tiranía, la injusticia y el dolor continúan como siempre.

La lucha contra el dolor y la injusticia brota de un impulso fundamentalmente cristiano, pero el pensar que a través de las reformas sociales y la eliminación del dominio y del ordenamiento jurídico se puede conseguir aquí y ahora un mundo libre de dolor, es una doctrina errónea, profundamente desconocedora de la naturaleza humana. 

En este mundo el dolor no se deriva sólo de la desigualdad en las riquezas y en el poder. El sufrimiento no es el único peso que el hombre ha de descargarse de las espaldas. Quien piensa así, tiene que refugiarse en el mundo ilusorio de los estupefacientes, para encontrarse después más abatido y en contraste con la realidad. Sólo soportándose a sí mismo y liberándose de la tiranía del propio egoísmo, el hombre se encuentra a sí mismo, su propia verdad, su propia alegría y su propia felicidad.

La crisis de nuestro tiempo depende principalmente del hecho de que se nos quiere hacer creer que se puede llegar a ser hombres sin el dominio de sí, sin la paciencia de la renuncia y la fatiga de la superación, que no es necesario el sacrificio de mantener los compromisos aceptados, ni el esfuerzo para sufrir con paciencia la tensión de lo que se debería ser y lo que efectivamente se es.

Un hombre que sea privado de toda fatiga y trasportado a la tierra prometida de sus sueños, pierde su autenticidad y su mismidad. En realidad el hombre no es salvado sino a través de la cruz y la aceptación de los propios sufrimientos y de los sufrimientos del mundo, que encuentran su sentido liberador en la pasión de Dios. Solamente así el hombre llegará a ser libre. Todas las demás ofertas a mejor precio están destinadas al fracaso. La esperanza del cristianismo y la suerte de la fe dependen de algo muy simple, de su capacidad de decir la verdad. La suerte de la fe es la suerte de la verdad; ésta puede ser oscurecida y pisoteada, pero jamás destruida.

Llegamos al último punto. Un hombre ve únicamente en la medida en que ama. Ciertamente existe también la clarividencia de la negación y del odio. Sin embargo éstos solamente pueden ver lo que entra dentro de sus perspectivas: lo negativo. Sin duda pueden preservar al amor de una ceguera que les haga olvidar sus límites y los peligros que corre, pero no son capaces de construir algo positivo. Sin una cierta cantidad de amor no se encuentra nada. Quien no se compromete un poco para vivir la experiencia de la fe y la experiencia de la Iglesia y no afronta el riesgo de mirarla con ojos de amor, no descubrirá otra cosa que decepciones. El riesgo del amor es condición preliminar para llegar a la fe. Quien osa arriesgarse no tiene necesidad de esconder ninguna de las debilidades de la Iglesia, porque descubre que ésta no se reduce solamente a ellas; descubre que junto a la historia de los escándalos existe también la de la fe fuerte e intrépida, que ha dado sus frutos a través de todos los siglos en grandes figuras como Agustín, Francisco de Asís, el dominico Bartolomé de las Casas con su apasionada lucha por los indios, Vicente de Paúl, Juan XXIII.

Quien afronta este riesgo del amor descubre que la Iglesia ha proyectado en la historia un haz de luz tal que no puede ser apagado. También la belleza surgida bajo el impulso de su mensaje, y que vemos plasmada aún hoy en incomparables obras de arte, se convierte para él en un testimonio de verdad: lo que se traduce en expresiones tan nobles no puede ser solamente tinieblas. La belleza de las grandes catedrales, la belleza de la música nacida al calor de la fe, la magnificencia de la liturgia eclesiástica, principalmente la realidad de la fiesta que no la puede hacer uno mismo sino sólo acoger (7), la organización del año litúrgico, en el que se funden en un conjunto el ayer y el hoy, el tiempo y la eternidad, todas estas cosas no son, a mi juicio, algo casual. La belleza es el resplandor de la verdad, ha dicho Tomás de Aquino, y podríamos añadir que la ofensa a la belleza es la auto ironía de la verdad perdida. Las expresiones en que la fe ha sabido darse a lo largo de la historia, son testimonio y confirmación de su verdad.

Me permito aún añadir una observación, aunque pueda parecer muy subjetiva. Si se tienen los ojos abiertos, también hoy se pueden encontrar personas que son un testimonio viviente de la fuerza liberadora de la fe cristiana. Y no es una vergüenza ser y permanecer cristianos en virtud de estos hombres, que viviendo un cristianismo auténtico, nos lo hacen digno de fe y de amor. A fin de cuentas el hombre es víctima de una ilusión cuando pretende hacer de sí una especie de sujeto trascendental que considera válido únicamente lo que no es fortuito. Ciertamente es un deber reflexionar sobre semejantes experiencias, examinar su grado de responsabilidad, purificarlo y darle una nueva plenitud. Pero en el curso de este proceso necesario de objetivación ¿no figura acaso como una prueba relevante en favor del cristianismo el hecho de que haga más humanos a los hombres en el mismo momento en que los une a Dios? ¿Este elemento subjetivo no es también al mismo tiempo un dato objetivo del cual no hemos de avergonzarnos ante nadie?

Concluyamos con una última observación. Cuando, como aquí, se afirma que sin el amor no se puede ver y por tanto para conocer la Iglesia es también necesario amarla, muchos se inquietan. ¿El amor no es acaso lo contrario de la crítica? ¿No es quizá ésta la excusa a la que cuantos tienen el poder en la mano recurren gustosamente para eliminar la crítica y mantener a su favor la situación de hecho? ¿Se ayuda más a los hombres tratando de tranquilizarles y de paliar la realidad, o quizás interviniendo a su favor contra las injusticias habituales o contra el predominio de las estructuras? Se trata ciertamente de cuestiones muy importantes, pero no podemos ahora tratarlas. Una cosa es sin embargo cierta, que el amor no es estático ni acrítico. La única posibilidad que tenemos de cambiar en sentido positivo a un hombre es la de amarlo, transformándolo lentamente de lo que es en lo que puede ser. ¿Sucederá de distinto modo en la Iglesia?

Basta con mirar la historia reciente: durante la renovación litúrgica y teológica de la primera mitad de este siglo ha madurado un verdadero movimiento de reforma que ha llevado a trasformaciones positivas. Esto solamente fue posible porque surgieron hombres con el don del discernimiento, que amaron la Iglesia con corazón atento y vigilante, con espíritu crítico, y dispuestos a sufrir por ella. Si hoy no somos capaces de realizar algo es porque estamos demasiado ocupados en afirmarnos sólo a nosotros mismos. No valdría la pena permanecer en una Iglesia que, para ser acogedora y digna de ser habitada, tuviera necesidad de ser hecha por nosotros; sería un contrasentido.

Permanecer en la Iglesia porque ella es en sí misma digna de permanecer en el mundo, digna de ser amada y trasformada por el amor en lo que debe ser, es el camino que también hoy nos enseña la responsabilidad de la fe.

Ratzinger-Joseph
1971


_____________________

(1) Denzinger-Schonmetzer, Enchiridion symbolorum, Freiburg 1963, n. 3013 s.
(2) En esta exigencia se esconden ciertamente elementos justificables y en
muchos aspectos conci- liables con el carácter sacramental de la jerarquía
eclesiástica. Todo esto es expuesto con las debidas distinciones y clarificaciones
en J. Ratzinger-H. Maier, Democracia en la Iglesia, Madrid 1972.
(3) M. Eliade, Die Religionen und das Heilige, Salzburg 1954, 215; cf. también el
capítulo «Mond und Mondmystik», 180-216.
(4) Cf. H. Rahner, Griechische Mythen in christlicher Deutung, Darmstadt 1957,
200-224; Id., Symbole der Kirche, Salzburg 1964, 89-173.
Es interesante la
observación según la cual la ciencia antigua discutió ampliamente si la luna tenía
o no luz propia. Los padres sostuvieron la tesis negativa, más tarde común, y la
interpretaban en un sentido teológico-simbólico (cf. especialmente la página
100).
(5) Ambrosio, Exameron IV 8, 23: CSEL 32, 1, página 137, Z 27 s.; H. Rahner,
Griechische Mythen, 201.
(6) H. de Lubac, Paradoja y misterio de la Iglesia, Salamanca 1967, 20 s.; cf. 16
s.
(7) Cf. sobre este tema especialmente J. Pieper, Musse und Kult, München
1948.

viernes, 18 de septiembre de 2015

4ª parte: ¿Por qué permanezco en la Iglesia? Joseph Ratzinger

3. ¿Por qué permanezco en la Iglesia?

En lo ya expuesto está implícita la respuesta al interrogante que nos hemos planteado al principio: yo estoy en la Iglesia porque creo que hoy como ayer e independientemente de nosotros, detrás de «nuestra Iglesia» vive «su Iglesia» y no puedo estar cerca de él si no es permaneciendo en su Iglesia. Yo estoy en la Iglesia porque a pesar de todo creo que no es en el fondo nuestra sino «suya».

I-NO-SI:

En términos muy concretos: es la Iglesia la que no obstante todas las debilidades humanas existentes en ella nos da a Jesucristo; solamente por medio de ella puedo yo recibirlo como una realidad viva y poderosa, que me interpela aquí y ahora.

Henri De Lubac ha expresado de este modo esta verdad: «Incluso los que la (Iglesia) desprecian, si todavía admiten a Jesús, ¿saben de quién lo reciben? ... Jesús está vivo para nosotros. Pero ¿en medio de qué arenas movedizas se habría perdido, no ya su memoria y su nombre, sino su influencia viva, la acción de su evangelio y la fe en su persona divina, sin la continuidad visible de su Iglesia?... ‘Sin la Iglesia, Cristo se evapora, se desmenuza, se anula’. ¿Y qué sería la humanidad privada de Cristo?»(6).

El primer y más elemental principio que hemos de establecer es que cualquiera que sea o haya sido el grado de infidelidad de la Iglesia, así como es verdad que ésta tiene continuadamente necesidad de confrontarse con Cristo, también es cierto que entre Cristo y la Iglesia no hay ningún contraste decisivo. Por medio de la Iglesia él, superando las distancias de la historia, se hace vivo, nos habla y permanece en medio de nosotros como maestro y Señor, como hermano que nos reúne en fraternidad. Dándonos a Jesucristo, haciéndolo vivo y presente en medio de nosotros, regenerándolo continuamente en la fe y en la oración de los hombres, la Iglesia da a la humanidad una luz, un apoyo y una norma sin los que no podríamos entender el mundo. Quien desea la presencia de Cristo en la humanidad, no la puede encontrar contra la Iglesia, sino solamente en ella.

Todo lo dicho nos lleva a la conclusión de que si yo estoy en la Iglesia es por las mismas razones porque soy cristiano. No se puede creer en solitario. La fe sólo es posible en comunión con otros creyentes. La fe por su misma naturaleza es fuerza que une. Su verdadero modelo es la realidad de pentecostés, el milagro de compresión que se establece entre los hombres de procedencia y de historia diversas. Esta fe o es eclesial o no es tal fe.

Además así como no se puede creer en solitario, sino sólo en comunión con otros, tampoco se puede tener fe por iniciativa propia o invención, sino sólo si existe alguien que me comunica esta capacidad, que no está en mi poder sino que me precede y me trasciende. Una fe que fuese fruto de mi invención sería un contrasentido, porque me podría decir y garantizar solamente lo que yo ya soy y sé, pero no podría nunca superar los límites de mi yo. Por eso una Iglesia, una comunidad que se hiciese a si misma, que estuviese fundada sólo sobre la propia gracia, sería una contrasentido. La fe exige una comunidad que tenga poder y sea superior a mí y no una creación mía ni el instrumento de mis propios deseos.

Todo esto se puede formular también desde un punto de vista más histórico: o Jesús fue un ser superior al hombre, dotado de un poder que no era fruto del propio arbitrio, sino capaz de extenderse a todos los siglos, o no tuvo tal poder ni pudo por tanto dejarlo en herencia a los demás. En tal caso yo estaría al arbitrio de mis reconstrucciones mentales y él no sería nada más que un gran fundador, que se hace presente a través de un pensamiento renovado. Si en cambio Jesús es algo más, él no depende de mis reconstrucciones mentales sino que su poder es válido todavía hoy.

Pero volvamos al pensamiento anterior según el cual solamente se puede ser cristiano dentro de la Iglesia, no fuera ni junto a ella. No tengamos miedo de plantearnos con toda objetividad esta pregunta patética: ¿qué sería el mundo sin Cristo? ¿Sin un Dios que habla y se manifiesta, qué conoce al hombre y a quién el hombre puede conocer?


La respuesta nos la dan clara y nítida quienes con tenacidad enconada tratan de construir efectivamente un mundo sin Dios. Sus esfuerzos se reducen a un experimento absurdo, sin perspectivas ni criterios de acción. Aunque en su larga historia el cristianismo haya concretamente faltado -y siempre lo ha hecho de modo desconcertante- al mensaje contenido en él, no ha dejado jamás de proclamar los criterios de justicia y de amor, frecuentemente contra la misma Iglesia y no obstante jamás sin el secreto poder que hay depositado en ella.

En otros términos: yo permanezco en la Iglesia porque creo que la fe, realizable solamente en ella y nunca contra ella, es una verdadera necesidad para el hombre y para el mundo. Este vive de la fe aun allí donde no la comparte. De hecho donde ya no hay Dios -y un Dios que calla no es Dios- no existe tampoco la verdad que es anterior al mundo y al hombre. Pero en un mundo sin verdad no se puede vivir por mucho tiempo. Donde se renuncia a la verdad, se continúa viviendo porque ésta aún no se ha apagado totalmente, como la luz del sol continúa aún brillando por algún tiempo, antes de que la noche cerrada cubra el mundo.

domingo, 13 de septiembre de 2015

3ª Parte: ¿Por qué permanezco en la Iglesia? Joseph Ratzinger (1971)

2. La naturaleza de la Iglesia simbolizada en una imagen

Una Iglesia que contra toda su historia y su naturaleza sea considerada únicamente desde un punto de vista político, no tiene ningún sentido y la decisión de permanecer en ella, si es puramente política, no es leal, aunque se presente como tal. 

Ante la situación presente ¿cómo se puede justificar la permanencia en la Iglesia? En otros términos: la opción por la Iglesia para que tenga sentido tiene que ser espiritual. ¿Pero en qué puede apoyarse una opción espiritual? Quisiera dar una primera respuesta utilizando una imagen y volviendo a los términos que usamos al principio para describir la situación. Hemos dicho que en nuestros estudios nos hemos acercado tanto a la Iglesia que no somos capaces de verla en su conjunto. 

Vamos a profundizar este pensamiento tomando una imagen con la que los padres nutrieron su meditación simbólica sobre el mundo y sobre la Iglesia. Los padres decían que en el mundo cósmico la luna era la imagen de lo que la Iglesia representaba para la salvación del mundo espiritual. Tomaban así un antiguo simbolismo constantemente presente en la historia de las religiones -los padres no hablaron nunca de «teología de las religiones», pero la han actuado concretamente- en el que la luna era el símbolo de la fecundidad y de la fragilidad, de la muerte y de la caducidad de las cosas, pero también de la esperanza en el renacimiento y en la resurrección, era la imagen «patética y al mismo tiempo consoladora» (3) de la existencia humana.

El simbolismo lunar y el telúrico se mezclan frecuentemente. Por su fugacidad y por su reaparición la luna representa el mundo de los hombres, el mundo terreno caracterizado por la necesidad de recibir y por su indigencia, y que obtiene su propia fecundidad de otro, es decir, del sol. De este modo el simbolismo se convierte en símbolo del hombre y de la naturaleza humana, como se manifiesta en la mujer que concibe y es fecunda en virtud del semen que recibe.

Los padres han aplicado el simbolismo de la luna a la Iglesia sobre todo por dos razones: por la relación luna-mujer (madre) y por el hecho de que la luna no tiene luz propia, sino que la recibe del sol sin el cual sería oscuridad completa. La luna resplandece, pero su luz no es suya sino de otro (4). Es oscuridad y luz al mismo tiempo. Aunque por sí misma es oscuridad, da luz en virtud de otro de quien refleja la luz.

Precisamente por esto simboliza la Iglesia, que resplandece aunque de por sí sea obscura; no es luminosa en virtud de la propia luz, sino del verdadero sol, Jesucristo, de tal modo que siendo solamente tierra -también la luna solamente es otra tierra- está en grado de iluminar la noche de nuestra lejanía de Dios: «la luna narra el misterio de Cristo» (5).

Mas no hemos de forzar los símbolos; su eficacia está en la inmediatez plástica que no se puede encuadrar en esquemas lógicos. Sin embargo en esta época nuestra de viajes lunares surge espontáneamente profundizar esta comparación, que confrontando el pensamiento físico con el simbólico evidencia mejor nuestra situación específica respecto a la realidad de la Iglesia. La sonda lunar y los astronautas descubren la luna únicamente como una estepa rocosa y desértica, como montañas y arena, no como luz. Y efectivamente la luna es en sí y por sí misma sólo desierto, arena y rocas. Sin embargo, aunque no por ella, por otro y en función de otro, es también luz y como tal permanece incluso en la época de los vuelos espaciales. Es lo que no es en sí misma. Pero esto otro, que no es suyo, también es realidad suya. Existe la verdad física y la simbólico-poética que no se excluyen mutuamente.

Este es el momento de plantearnos la pregunta: ¿no es ésta una imagen exacta de la Iglesia? Quien la explora y la excava con la sonda, como la luna, descubrirá solamente desierto, arena y piedras, las debilidades del hombre y su historia a través del polvo, los desiertos y las montañas. Todo esto es suyo, pero no se representa aún su realidad específica. El hecho decisivo es que ella, aunque es solamente arena y rocas, es también luz en virtud de otro, del Señor: lo que no es suyo es verdaderamente suyo, su realidad más profunda, más aún su naturaleza es precisamente la de no valer por sí misma sino sólo por lo  que en ella no es suyo; existe en una expropiación continua; tiene una luz que no es suya y sin embargo constituye toda su esencia. Ella es luna -mysterium lunae- y como tal interesa a los creyentes porque precisamente así exige una constante opción espiritual.


Como el significado contenido en esta imagen me parece de una importancia decisiva, antes de traducirlo en afirmaciones de principio, prefiero clarificarlo mejor con otra observación. Después de la utilización de la lengua propia en la liturgia de la misa, antes de la última reforma, encontraba siempre una dificultad ante un texto que me parece esclarecedor para lo que estamos tratando. En la traducción del suscipiat se dice: «El Señor reciba de tus manos este sacrificio... para nuestro bien y el de toda su santa Iglesia». Siempre estuve tentado de decir «y el de toda nuestra santa Iglesia»

Reaparece aquí todo el problema y el cambio obrado en este último período. En lugar de su Iglesia hemos colocado la nuestra, y con ella miles de Iglesias; cada uno la suya. Las Iglesias se han convertido en empresas nuestras, de las que nos enorgullecemos o nos avergonzamos, pequeñas e innumerables propiedades privadas, puestas una junto a otra, Iglesias solamente nuestras, obra y propiedad nuestra, que nosotros conservamos o trasformamos a placer

Detrás de «nuestra Iglesia» o también de «vuestra Iglesia» ha desaparecido «su Iglesia». Pero ésta es la única que realmente interesa; si ésta no existe ya, también la «nuestra» debe desaparecer. Si fuese solamente nuestra, la Iglesia sería un castillo en la arena.

El Beato Oscar Romero habla sobre una medicina para una Iglesia enferma: la opción preferencial por los pobres.

El tercer mesianismo falso es el de la segunda lectura, la lectura de Santiago, mesianismo de fe muerta, mesianismo que solamente aconseja pero no hace nada. Mesianismo sin sobras. 

Nos dice Puebla y yo lo cito en mi carta pastoral. A propósito, quiero decirles que ya ha comenzado a salir la pastoral pero como la semana fue bastante accidentada no me pudieron entregar toda la edición. Pero ya en estos primeros días de la semana sí tendrán a disposición el ejemplar de la pastoral, que se llama: «Misión de la Iglesia en medio de la crisis del país».

Cuando me refiero precisamente a un pecado dentro de nuestra Iglesia, la falta de unión entre los cristianos, tomo de Puebla un pensamiento que nos da la medicina: dice que «la medicina está en la opción preferencial por los pobres. Y dice Puebla: «No todos en América Latina nos hemos comprometido suficientemente con los pobres; no siempre nos preocupamos por ellos y somos solidarios con ellos. Su servicio exige, en efecto, una conversión y purificación constante en todos los cristianos para el logro de una identificación cada día más plena con Cristo pobre y con los pobres». Pero la conversión que Puebla exige no es verdadera si no es una conversión radical a la justicia y al amor, a transformar desde dentro las estructuras de la sociedad pluralista, que respeten y promueven la dignidad de la persona humana y le abran la posibilidad de alcanzar su vocación suprema de comunión con Dios y de los hombres entre sí». En otras palabras, lo que nos divide aun dentro de la Iglesia y, mucho más, afuera de la Iglesia, los tres círculos que Cristo nos ha trazado hoy, es una fe muerta. La división está metida pero es porque los hombres no nos hemos convertido al verdadero ideal de Cristo.

Y el verdadero ideal es el que nos señala precisamente la segunda lectura de hoy: la opción. Es decir, el escoger como porción de mi vida, el entregarme a un interés como si fuera mi propio interés, los intereses de los pobres. Esto es lo que Santiago llamaría: las obras que prueban tu fe. No digas que tienes fe si no te preocupas de estas conversiones sinceras del evangelio. No digas que tienes fe cristiana si tu modo de vivir no se sacrifica un poco para darse, como entregarse a una causa para hacer un país nuevo de verdad. No basta con criticar, como la comparación que trae Santiago: «Ven a un pobre andrajoso que entra hambriento y le dicen: caliéntate, tienes frío. Come, estás con hambre. Vístete, estás desnudo. Pero no le das ni vestido, ni calor, ni comida. Eso es fe muerta»; de buenos consejos; no nos hace falta ya. Lo que queremos son hombres que encarnen el consejo y lo realicen de verdad. Hombres, como Cristo decía: «Si tienes dos camisas, dale una al que no tiene. Si ves que a tu puerta llega un pobre andrajoso, no lo trates con desprecio. Ve qué haces por él y mira que está llegando a tus puertas el mismo reto de Dios. No desprecies a nadie, porque todo lo que hagas con él, conmigo lo haces -dice Cristo.

Este mesianismo de fe muerta es un mesianismo muy pernicioso. Muy pernicioso, que muchas veces por justificarse le hecha lodo a la Iglesia: «¡Ya se metió a comunista!». Porque siempre que tocamos la justicia social se nos califica de comunistas. Pero la justicia social es la que está pidiendo Santiago en su carta. Es una carta que valdría la pena leerla muy en alto, sin comentario; y verían como Santiago habla mucho más fuerte que lo que se dice muchas veces en los púlpitos de nuestras Iglesias.

(Homilía 16/09/1979) 

El Beato Oscar Romero habla sobre los seguidores del verdadero Mesías


«Después llamó a la gente... el que quiera venirse conmigo...»

¡Son todos ustedes, queridos hermanos! «Después llamó a la gente aparte -dice San Marcos- y comenzó a instruir cómo debe ser el verdadero seguidor suyo». Y les dijo: «El que quiera venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y síganme». Tres incisos verdaderamente difíciles como una montaña.

«Negarse a sí mismo» es no darse gusto uno, no seguir sus caprichos, decirles no, a mi propio yo.

«Tomar su cruz». Leí un comentario muy bonito: no es precisamente la cruz en que murió Cristo. Eso ya era una reflexión cristiana. Pero antes de Cristo, los judíos marcaban con una tau, con una T, la frente o marcaban con un fierro que quemaba la piel con una especie de cruz para indicar -en sentido religioso- el arrepentimiento de un pecado o el seguimiento, la consagración a una persona, a un rey, a alguien, a quien seguían. Cuando Cristo dice: «Tomar su cruz» parece que quiere decir, no precisamente tomar la cruz material y cargarla, o simplemente cumplir el deber de llevar el sacrificio, sino que quiere dejar también, dejarse marcar por mi ideología cristiana. Algo así como se marca un esclavo con un fierro para que no se pierda de vista. Así como se lleva una marca en la frente que no se puede borrar. Marcarse con la cruz como arrepentimiento, como conversión a Dios y como pertenencia a Dios del cual no me quiero desprender. Esto es seguir la cruz.

«Y sígame» ¡Qué hermoso es saber que cada sacrificio que yo haga, Cristo va delante de mí! Leí en la catequesis una pequeña historia que me conmovió mucho, cuando dice que un rey de Francia muy santo llamaba a su pajecito que lo acompañaba en noches de invierno a ir a visitar los templos, porque era muy fervoroso. Pero el pajecito, el sirviente, sentía frío en los pies en aquellas noches de invierno. Y que le dijo el rey: «Mira, procura poner tus piecesitos donde yo pongo los míos». Y lo que sintió el sirviente es que había un calorcito agradable; donde el rey iba poniendo los pies no sentía frío, sino que sentía el cálido humor de alguien que hacía un milagro. ¿Será milagro, será leyenda?, pero en Cristo es pura verdad. Ver y seguirlo, ir en pos, ir siguiendo sus pasos. Donde yo pongo mis pies sé que ya los puso Cristo y ha dejado un gran calor de amor; porque aunque vea ahí señales de sangre, de espinas, de escupidas, de polvo, de dolor, sé que son los pasos del amor que va donde el Señor, y que todo aquel que lo sigue no va siguiendo a un tirano, va siguiendo al Salvador, al verdadero Mesías. Esto es lo que Cristo dice de sus cristianos: «Niéguese a sí mismo, tome su cruz, y sígame».

-El que quiera salvar su vida

Y como comentando lo de Pedro les dice: «El que quiera salvar su vida la perderá. Pero el que pierda su vida por mí y por el evangelio la salvará». Ésta es una frase profunda de Cristo que nos dice como él avisora en la existencia humana un horizonte escatológico. Tu vida no terminará con la muerte, tu vida no se circunscribe solamente a la historia, más allá de la historia está lo principal. El que sabe ganarse ese horizonte escatológico, vale la pena que arriesgue hasta su propia vida porque no la perderá. En cambio el que no la arriesgue, el que quiera estar demasiado bien, el que quiera salvar su vida, eso quiere decir la expresión: estar bien, salvar la vida, no comprometerse, no meterse en líos, en problemas, pues ése la va a perder. Hermanos, y ésta es una sentencia de Cristo. Yo creo que vale la pena pertenecer a una Iglesia.

Yo quiero terminar mi reflexión homilética con esta palabra que siempre me ha conmovido mucho en el Concilio Vaticano II. Cuando habla de la Iglesia, pueblo de Dios: «Como Cristo realizó la obra de la redención en pobreza y persecución, de igual modo la Iglesia está destinada a recorrer el mismo camino a fin de comunicar los frutos de la salvación a los hombres. Cristo Jesús, existiendo en la forma de Dios, se anonadó así mismo, tomando la forma de siervo, y por nosotros se hizo pobre, siendo rico. Así, también, la Iglesia, aunque necesite de medios humanos para cumplir su misión, no fue instituida para buscar la gloria terrena, sino para proclamar la humildad y la abnegación, también, con su propio ejemplo». Y al final dice: «La Iglesia, pues, va peregrinando entre las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios, anunciando la cruz del Señor hasta que venga. Está fortalecida con la virtud del Señor resucitado para triunfar con paciencia y caridad de sus aflicciones y dificultades, tanto internas como externas, y revelar al mundo fielmente su misterio, aunque sea entre penumbras, hasta que se manifieste en todo el esplendor al final de los tiempos».

El verdadero Mesías todavía no se ha revelado. El Mesías que conocemos es en la fase de la historia, al que la Iglesia trata también de imitar en el sufrimiento y en la pobreza. La verdadera gloria del Mesías será cuando Dios recoja todo lo glorioso que ha dejado en la historia y bote todo lo superfluo, el pensamiento de hombre nada más, para hacerse el rey glorioso, que con su Iglesia gloriosa se gloriará para siempre en la felicidad ¡Ojalá, hermanos! Éste es mi afán: hacer una Iglesia que verdaderamente responda a las ansias de Jesucristo, que cuando se sintió proclamado Mesías, él aclaró cuál es el verdadero mesianismo y denunció los falsos mesianismos.


¿Será así nuestra Iglesia?

(Homilía 16/09/1979)

24º DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO, CICLO B

Lecturas: 

Is 50, 5-9
Santiago 2, 14-18
San Marcos 8, 27-35


Estamos a punto de celebrar el 194 aniversario de nuestra independencia patria, el colorido y los tradicionales actos conmemorativos no se hacen esperar. Sin embargo, en el fondo de la mayoría de nosotros hay un inmenso deseo de paz, la cual parece nunca llega. Es muy triste la situación que estamos pasando, saliendo al encuentro muchas respuestas ideológicas, sin embargo nada cambia.

Este domingo del tiempo ordinario guarda un silencioso grito al Señor: Señor da la paz a los que esperan en ti y deja bien a tus profetas, escucha la súplica de tu siervo y la de tu pueblo Israel (Ant. de entrada: Sir 36, 18). Me da la impresión que recoge el clamor de toda la humanidad: la paz. pero también nos revela que ésta sólo puede venir de Dios. 

La Iglesia no puede ser indiferente a este clamor de paz, debe trabajar por ese Reino de Dios, pero Cristo con las lecturas de hoy la pone en actitud de discernimiento, para que llegue a lo esencial: descubrir al verdadero mesías.   

El tiempo de Jesús es muy similar al nuestro. El maestro estaba rodeado de tres tipos de personas: sus discípulos, los indiferentes y los enemigos, habiendo muchas opiniones sobre él. Por eso cuestiona a sus discípulos: ¿quien dice la gente que soy yo? ¿quien decís que soy yo? Realmente estamos ante una catequesis a la comunidad: la primera mitad del evangelio de San Marcos trata de revelar la identidad del Mesías, luego revela la identidad y misión del Hijo del hombre. 

Si  queremos acertar en nuestro trabajo de construir el Reino de Dios y hacer de nuestro mundo un lugar optimo para vivir, la Iglesia, comunidad de discípulos y misioneros, en el siglo XXI tienen que tener claro su fundamento: Jesucristo; de lo contrario no alejaremos del ideal del evangelio: ser sal y luz en el mundo. El beato Oscar Romero nos advierte sobre los falsos mesianismos: 

Cuáles son las características del falso mesianismo? Aquí están en las lecturas de hoy; yo he encontrado tres:

1º) En el incidente de Pedro un mesianismo sin cruz, sin sufrimiento.


2º) En la represión de Cristo a Pedro: «Tú piensas como hombre y no como Dios»: un mesianismo político de intereses humanos, sin pensar en Dios.

3º) La segunda lectura: un mesianismo de espiritualidad vana, una religión sin compromisos.

Creo que es bien oportuno que meditemos la palabra de Dios y veamos cuál es el mesianismo que nosotros creemos. (Beato Oscar Romero, homilía 16/08/1979) 

El primer paso que debemos hacer es conocer al verdadero Mesías, lo cual será posible si verdaderamente nos encontramos con él. sólo de esta manera seremos capaces de amarle y servirle. En este sentido, me llama mucho la atención algo que pedimos en la oración colecta de este domingo: 

Oh Dios, creador y dueño de todas las cosas, míranos, y para que sintamos lo efectos de tu amor, concédenos servirte de todo corazón.  

El fundamento de nuestra vida cristiana tiene que ser el Señor. Esto significa evitar todo sentimentalismo ideológico alejado de Dios, toda actitud cómoda o triunfalista y una espiritualidad desencarnada. En sentido positivo: necesitamos optar radicalmente por Jesús, para que nuestros pueblos tengan vida, pero esto será posible si nos ponemos delante de la mirada liberadora y salvadora de Dios. 


martes, 8 de septiembre de 2015

Recensión: La liturgia, Sýmbolon del Logos y del ethos cristiano, notas para una primera caracterización de la “teologia litúrgica" en Feliz Arocena



Dato  bibliográfico: 

Arocena, M.F., << La liturgia, Sýmbolon del Logos y del ethos cristiano, notas para una primera caracterización de la “teologia litúrgica”>> en Arocena, M.F (ed) et al, Teologia liturgica, métodos y perspectivas, (dossiers CPL, 128), Barcelona 2013, 67-106.

Recensión

El presente texto del Félix Maria Arocena está ubicado en el contexto de una reflexión sobre la teologia liturgica en lo que se refiere a su Status científico y su respectivo método. En este sentido, la teologia liturgica la sitúa en la perspectiva de dos polos fundamentales: el primer polo es el logos, categoría que señala la presencia del Misterio que encierra la celebración liturgica, la que más tarde será catalogada como el punto de partida para la reflexión teológica; asimismo, el segundo polo es el ethos de la vida cristiana, categoría que se refiere a la gracia que proviene de la liturgia y transforma la vida concreta de los bautizados. El fundamento de esta dinámica liturgica es la persona de Cristo pascual, crucificado y resucitado,  origen y meta de toda la vida cristiana.

Ciertamente, habla de la trilogía <<misterio, celebración y vida>>, situando la liturgia en el ámbito de la Iglesia, basado en SC 7 identifica el Misterio en cuanto realidad inagotable con el ejercicio del sacerdocio de cristo, la celebración en cuanto ritualidad institucional con la obra de Cristo y su cuerpo y la vida en cuanto gracia que brota del Misterio con la santificación del hombre, determinando así que la liturgia es el misterio celebrado para la vida y la vida que culmina en el misterio; asimismo expone el tema de <<la relación concreta de la liturgia con el logos y el ethos>>, la cual, no se identifica con ellos, pero sí que es su mediación simbólica, por lo que las pone en relación recíproca. En este mismo punto, resalta que existe una categoría que ha nacido en el contextos de la teologia liturgica llamada <<forma>>, la que no se identifica con el término forma de la escolástica, sino que es una novedad que trata de expresar la necesaria manifestación sensible de las relaciones que anteriormente hemos mencionado, a saber: <<la forma ritual de la fe cristiana>> que indica  la relación ritual y gestual de liturgia y fe cristiana y  la <<la forma cultual de la vida cristiana>> que señala de la  relación de la liturgia con la vida concreta de los bautizados.


En suma, la teología liturgica tiene sus propios puntos científicos y su método correspondiente denominado <<ad Fontes>>, cuya dinámica consiste en partir de la misma celebración, por lo tanto, de los textos litúrgicos, de la oración y de los gestos que le acompañan, ya que la liturgia tiene un capital simbólico, cuya capacidad consiste en abrir un cauce para celebrar el misterio pascual en la historia de manera sacramental, es decir, es el lugar propicio para tener una verdadera experiencia de Dios,  por lo que le lleva a concluir que existen dos caminos para hace una sola teologia, el <<credo ut intellegam>> y el <<credo ut experiar>>, es decir, el camino de la razón y de la experiencia. 

domingo, 6 de septiembre de 2015

2ª Parte: ¿Por qué permanezco en la Iglesia? Joseph Ratzinger (1971)

Reformas 

Pero dejemos a un lado las comparaciones. La perspectiva contemporánea ha determinado nuestra mirada sobre la Iglesia, de tal modo que hoy prácticamente sólo vemos la Iglesia desde el punto de vista de la eficacia, preocupados por descubrir qué es lo que podemos hacer con ella. Los prolongados esfuerzos por reformar a la Iglesia han hecho olvidar todo lo demás.

Para nosotros hoy no es nada más que una organización que se puede trasformar y nuestro gran problema es el de determinar cuáles son los cambios que la hagan «más eficaz» para los objetivos particulares que cada uno se propone. Planteando de esta manera la cuestión, el concepto de reforma ha sufrido en la conciencia colectiva profundas degeneraciones, que lo han privado de su núcleo central. 

Pues reforma, en su significado original, es un proceso espiritual, totalmente cercano al cambio de vida y a la conversión, que entra de lleno en el corazón del fenómeno cristiano: solamente a través de la conversión se llega a ser cristianos; esto vale tanto para la vida particular de cada uno como para la historia de toda la Iglesia. Esta vive como Iglesia en la medida en que renueva sin cesar su conversión al Señor, al evitar cerrarse en sí misma y en sus propias costumbres más queridas, tan fácilmente contrarias a la verdad. Cuando la reforma es arrancada de este contexto, del esfuerzo y el deseo de conversión, cuando se espera la salvación solamente del cambio de los demás, de la trasformación de las estructuras, de formas siempre nuevas de adaptación a los tiempos,  quizá se llegue de momento a cierta utilidad inmediata, pero en el conjunto la reforma se convierte en una caricatura de sí misma, capaz de cambiar únicamente las realidades secundarias y menos importantes de la Iglesia.

No es de extrañarse por tanto que la misma Iglesia aparezca en definitiva como algo secundario. Todo esto nos ayuda a entender la paradoja que surge de los intentos de renovación propios de nuestra época: los esfuerzos para suavizar la rigidez de las estructuras, para corregir las formas del aparato eclesiástico provenientes de la edad media o más aún de los tiempos del absolutismo, para liberar a la Iglesia de tales interferencias y capacitarla para un servicio más simple y más conforme con el espíritu del evangelio, han conducido en realidad a una sobre valoración del elemento institucional de la Iglesia sin precedentes en su historia

Las instituciones y los aparatos eclesiásticos son sin duda objeto de una crítica radical como jamás existió, pero también absorben la atención con una exclusividad más acentuada que antes, de tal manera que para muchos la Iglesia queda reducida a esa realidad institucional. La pregunta sobre la Iglesia se plantea en términos de organización. No se quiere que un mecanismo tan bien montado quede infructuoso, pero se le encuentra desde muchos puntos de vista inadecuados para conseguir los objetivos que se le asignan.

Detrás de todo eso se perfila el problema central de la crisis de la fe. 

Por su radio de acción la Iglesia ejerce sociológicamente su influencia más allá del círculo de sus fieles, y la institucionalización de esta situación falsa la aliena profundamente en su verdadera naturaleza. La publicidad derivada del concilio y la perspectiva de un posible acercamiento entre creyentes y no creyentes, que ha dado fatalmente la impresión de realidad, ha radicalizado al máximo esta alienación.

Muchas veces el concilio fue aplaudido también por aquellos que no tenían intención de llegar a ser creyentes en el sentido de la tradición cristiana, pero que saludaron este «progreso» de la Iglesia como una confirmación de sus propias opciones y de los caminos recorridos por ellos. Al mismo tiempo hay que reconocer que dentro de la Iglesia la fe ha entrado en una agitada fase de efervescencia. El problema de la mediación histórica sitúa el antiguo credo en una luz incierta y ambigua, con la que las verdades pierden sus propios contornos; por otra parte las objeciones de las ciencias naturales y más aún de la concepción moderna del mundo avivan este proceso. Los límites entre la interpretación y la negación de las verdades principales se hacen cada vez más difíciles de reconocer

Por ejemplo ¿qué es lo que significa realmente «resucitado de entre los muertos»? ¿Quiénes son los que creen, interpretan o niegan? Y mientras se discute hasta dónde pueden llegar los límites de la interpretación, se hace cada vez más borroso el rostro de Dios. La «muerte de Dios» es un proceso totalmente real, que se instala hoy en el mismo corazón de la Iglesia. (Que fuerte esta afirmaciçon) Dios muere en la cristiandad, así al menos parece. De hecho allí donde la resurrección se convierte en un acontecimiento de una misión vívida en una imagen superada, Dios no actúa ya. ¿Pero Dios actúa verdaderamente? Esta es la pregunta que surge de inmediato. Mas ¿puede haber alguien tan reaccionario que acepte literalmente la afirmación «él ha resucitado»?

De este modo lo que para uno sólo es progreso, es para otro increencia y lo que antes era inconcebible, es hoy algo normal; personas que desde hace tiempo habían abandonado el credo de la Iglesia, se consideran de buena fe como auténticos cristianos progresistas. Según éstos el único criterio para juzgar a la Iglesia es su eficiencia. 

Queda, sin embargo, por establecer cuál sea la verdadera eficiencia y para qué objetivos se deba usar. ¿Para criticar la sociedad, para ayudar al desarrollo, para fomentar la revolución? ¿O quizá para celebraciones comunitarias? De cualquier forma hay que comenzar desde los cimientos, porque inicialmente la Iglesia no había sido concebida para esto y efectivamente en su forma actual no está preparada para esos objetivos. Y de este modo aumenta el malestar tanto en los creyentes como en los no creyentes. El derecho de ciudadanía que la incredulidad ha adquirido en la Iglesia hace la situación cada vez más insoportable tanto para unos como para otros. Especialmente trágico es el hecho de que todo esto haya situado el programa de reforma en una ambigüedad extraordinariamente equívoca y para muchos insoluble.

Naturalmente se puede objetar que no todo el panorama se presenta con nubarrones tan negros. En los últimos años han nacido y madurado muchas realidades positivas que no es justo silenciar: la nueva liturgia más accesible al pueblo, la sensibilidad para los problemas sociales, el mejor entendimiento entre los cristianos separados, la disminución del miedo debido a una falsa concepción literal de la fe y muchas otras cosas más. Esto sin duda es verdadero y no se puede minimizar; pero no refleja exactamente la atmósfera general de la Iglesia. Al contrario, también todo esto ha sido inficionado por la ambigüedad debida a la desaparición de los límites precisos entre fe e incredulidad. 

Solamente al principio pareció que la consecuencia de esta desaparición pudiera ser considerada como algo liberador. Hoy es claro que de semejante proceso, a pesar de todos los signos de esperanza, en vez de una Iglesia moderna ha surgido una profundamente desgarrada y problematizada. Hemos de admitirlo sin restricciones: el Vaticano I había descrito la Iglesia como el signum levatum in nationes, como el estandarte escatológico visible desde lejos que convocaba y reunía a los hombres. Según el concilio de 1870 ella era el signo esperado por Isaías (11, 12), la señal que incluso desde lejos todos podían reconocer y que a todos indicaba claramente el camino a recorrer. Con su maravillosa propagación, su eminente santidad, su fecundidad para todo lo bueno y su profunda estabilidad, ella representaba el verdadero milagro del cristianismo, la mejor prueba de su credibilidad ante la historia (1). 

Hoy parece verdadero todo lo contrario: no una comunidad maravillosamente difundida, sino una asociación estancada, que no ha sido capaz de superar realmente los confines del espíritu europeo y medieval; no ya una profunda santidad, sino un conjunto de debilidades humanas, una historia vergonzosa y humillante, en la que no ha faltado ningún escándalo, desde la persecución de herejes y procesos contra las brujas, desde la persecución de los judíos y el servilismo de las conciencias hasta el auto dogmatismo y la resistencia contra la evidencia científica, de tal modo que quien pertenece a esa historia no puede hacer otra cosa que cubrirse vergonzosamente la cara; finalmente no ya una estabilidad indestructible, sino condescendencia con todas las corrientes de la historia, con el colonialismo, el nacionalismo y recientemente los intentos de hacer las paces con el marxismo y hasta de identificarse con él...


De este modo la Iglesia no aparece ya como el signo que invita a la fe, sino precisamente como el obstáculo principal para su aceptación. Da la impresión de que la verdadera teología consiste sólo en quitarle a la Iglesia sus predicados teológicos, para considerarla y tratarla bajo un aspecto puramente político. No se la mira ya como una realidad de fe, sino como una organización de creyentes, puramente casual y poco accesible, que hay que remodelar lo antes posible según los más modernos criterios de la sociología. «La confianza es buena, el control mejor», tal es el eslogan que después de tantas desilusiones se prefiere adoptar en relación con la estructura eclesiástica. El principio sacramental no es ya suficientemente claro, solamente el control democrático aparece digno de fe(2): en definitiva el Espíritu santo es totalmente inaferrable. Quien no tiene miedo de mirar al pasado sabe muy bien que las humillaciones de la historia se derivan precisamente de que en un momento determinado el hombre creyó deber asumir los plenos poderes y considerar como única y verdadera realidad solamente sus propias empresas.

¿Qué La benedicencia? (P. Álvaro Corcuera LC)



¡Cuánto hemos de cuidar esta virtud! Es aquello que nos debe caracterizar, estemos donde estemos. ¿En qué consiste la benedicencia? Es una palabra prácticamente desconocida en el mundo en que vivimos; ni siquiera aparece mencionada en el diccionario. Sin embargo, sí se encuentra la palabra maledicencia, que designa el pecado contrario. Si la maledicencia es el vicio de hablar mal de los demás, la benedicencia es la virtud de hablar bien del prójimo. Para nosotros, la benedicencia es un apostolado. Vencer el mal con el bien. La benedicencia es una forma de apostolado que todos podemos realizar, es un modo concreto de pasar por el mundo, como Jesucristo, «haciendo el bien» (Hch 10, 38) y de edificar y servir a la Iglesia.


La
maledicencia es un vicio que ofende gravemente la caridad, porque difunde sin motivo ni necesidad objetiva los defectos, los errores o los pecados de otras personas, dañando de este modo su reputación. Nadie tiene derecho a herir la buena fama de los demás. La benedicencia, por el contrario, busca únicamente difundir lo positivo que hay en los demás.


La benedicencia también es contraria al juicio temerario, que admite como verdadero, sin tener motivos suficientes, un defecto moral del prójimo. Los juicios temerarios nos llevan a la sospecha y al alejamiento del prójimo. Es la triste realidad de quien llega a “encasillar” o a catalogar a una persona, viendo más allá de sus actos e interpretando negativamente sus intenciones. Siembra duda, guarda silencios ante la buena fama del hermano, genera inquietud y malestar, roba la paz. Muchas veces juzgamos al prójimo atribuyéndole nuestros propios defectos. Sin embargo, el corazón bondadoso busca pensar bien, justificar, perdonar, comprender. El hombre de Dios tiene presente sus propios defectos, no para juzgar al prójimo, sino para vivir con humildad y siendo apóstoles de lo bueno. No somos nadie para juzgar al prójimo. Sólo Dios es el juez. Y, bien sabemos, esto produce paz en el alma. ¡Qué don tan grande es la paz! «Busca la paz, corre tras ella» (Sal 34, 15). Pues bien, un medio muy bueno para conseguir este regalo que Dios nos da, en la paz, es fijarnos en todo lo bueno, tanto en pensamientos como en palabras.


Cuando por razón de la autoridad de que alguno esté investido, se tenga responsabilidad sobre los actos de otras personas, hemos de actuar sirviendo y buscando el bien, siendo realistas ante el mal, pero no para juzgarlo, sino como el médico, para sanarlo y curarlo, aunque el remedio sea doloroso. Lo único que se busca es el bien del prójimo, como nos enseña Jesucristo en la parábola del buen samaritano que acabamos de meditar el domingo pasado: nos inclinamos hacia el hermano herido o caído, para vendarlo con suavidad, subirlo en la propia vida y asegurarnos de que esté bien atendido y cuidado, sin importar lo que nos pueda costar y sin pensar en que también nosotros estamos necesitados de ayuda.


Y en tercer lugar, la benedicencia se opone a la calumnia, que como nos dice nuestra fe, es un pecado gravísimo que atribuye al prójimo y divulga injustamente cosas falsas que lesionan su buena fama. En la calumnia se suman la difamación y la mentira, y por ello pienso que es uno de los pecados que más entristecen al corazón de Jesucristo.


Al igual que sucede con las demás virtudes, no se trata de vivir la benedicencia a la defensiva, simplemente preocupándonos por no fallar, por "no criticar"; se trata más bien, de cultivar una actitud interna, decididamente positiva, una buena disposición habitual que nos impulse a ejercitar esta virtud. No podemos, pues, conformarnos con silenciar los defectos y errores de nuestros hermanos ante los demás. En sí, esto ya es algo muy bueno pues, como decía el apóstol Santiago, «si alguno no cae hablando, es un hombre perfecto, capaz de poner freno a todo su cuerpo» (St 3, 2). Desde este punto de vista, nunca podremos sentirnos justificados para hablar mal de nadie, de cualquier persona, pues sería lo opuesto a lo que Cristo nos predicó con sus palabras y su vida. Pero la benedicencia va más allá, busca difundir el buen nombre de los demás, valorando sus cualidades, señalando sus virtudes, destacando sus aciertos, sus logros y éxitos, alabando cuanto de bueno y virtuoso descubramos en ellos. Así, esta virtud se convierte en un apostolado, pues se transforma en caridad constructiva.


La benedicencia, como toda virtud, exige una conquista personal. No se da normalmente de modo espontáneo y natural. Tiene en su origen otro hábito aún más profundo: el pensar siempre bien de nuestro prójimo, estimarlo sinceramente en lo más íntimo de nuestro corazón. Esto implica vigilar sobre nuestros pensamientos, combatiendo muy principalmente los prejuicios, fuente de frecuentes y persistentes disensiones, cultivando con esmero la bondad, la comprensión, la afabilidad y la cortesía y, por encima de todo, siendo leales, justos y sinceros en sentimientos y palabras unos para con otros. Cristo supo esperar y comprender a los demás. Cristo, encontrando muchos pecadores, los acogió con corazón bondadoso y no justiciero. No difundió los errores de los pecadores, sino que los acogió con un corazón lleno de comprensión y bondad. ¡Qué conversiones logró con un poco de comprensión! Rechacemos tajantemente los sentimientos de celos, envidias, rivalidades y rencores. Que todo esto no tengan cabida en nuestro corazón, pues, como cristianos, estamos llamados a apoyarnos mutuamente y a ser una familia de hermanos en el amor de Cristo, que se aprecian, se estiman y se sirven con gran solicitud. «Si sufre un miembro, todos los demás sufren con él. Si un miembro es honrado, todos los demás toman parte en su gozo», dice San Pablo (1 Cor 12, 26).


Jesucristo nos enseña que «el hombre bueno, del buen tesoro del corazón saca lo bueno; y el malo, del malo saca lo malo. Porque de lo que rebosa el corazón habla su boca» (Lc 6, 45). El "hombre viejo" –del que nos habla San Pablo (cf Col 3, 9)– herido por el pecado original, tiende a fijarse más en los fallos y defectos ajenos que en sus virtudes y aciertos. Pero los cristianos contamos con el auxilio de la gracia de Dios, en nosotros habita su Espíritu y tenemos, pues, las fuerzas que necesitamos para sobreponernos a esta tendencia, cultivando siempre pensamientos buenos y positivos.

DIRECTORIO HOMILÉTICO: Ap. I. La homilía y el Catecismo de la Iglesia Católica. Ciclo C. Cuarto domingo de Adviento.

96. Con el IV domingo de Adviento, la Navidad está ya muy próxima. La atmósfera de la Liturgia, desde los reclamos corales a la conversión, ...