Después de
su paso por el seminario menor, en 1937 ingresó al seminario central San José
de la Montaña, conducido por lo padre Jesuitas. La estancia en San Salvador fue
fugaz, apenas duró seis escasos meses, porque fue elegido por su obispo para continuar
su formación sacerdotal y sus estudios eclesiásticos en la Ciudad Eterna, lo
que implicó para él grandes retos humanos y espirituales ante un nuevo mundo
por conocer.
Una vez en
Roma, su residencia y centro de formación sacerdotal fue el Pontificio Colegio
Pío Latinoamericano y los estudios académicos los realizó en la Pontificia
Universidad Gregoriana, todo ello desde 1937 a 1942. Estos lugares, igualmente encargados
a los Jesuitas, estaban destinados para recibir a los estudiantes
latinoamericanos de habla castellana y portuguesa, la idea era formar
sacerdotes de manera integral para una renovación moral y espiritual desde la
romanidad.
Estos centros donde se formó nos
indican que él tomó parte de aquella preocupación de Pío IX, quien fundó el Pontificio
Colegio Pío Latinoamericano, el 21 de noviembre de 1858, con el objetivo de
ayudar a las diócesis de América Latina que estaban pasando una coyuntura
política y eclesial muy difícil, debido al nacimiento de los nuevos Estados
independientes y todo lo que ello implicaba, es decir, se tenía que
confeccionar un replanteamiento total de la relación Iglesia-estado.[1]
A nivel eclesial, si queremos entender
el alcance de su formación sacerdotal, basta recordar que el Colegio Pío
Latinoamericano y CPAL influyeron positivamente para que el Conventus Episcoporum fuera una realidad
en el América Latina, porque a partir de estas experiencias los obispos del
continente manifestaron a la Santa Sede el deseo de seguir reuniéndose para
analizar la realidad contextual y dar una respuesta pastoral oportuna a los
desafíos; no hubo otro Concilio Plenario, pero sí nacieron el CELAM y PCPAL.
A nivel sociopolítico, estamos de
acuerdo con Roberto Morozzo, quien opina que Pío IX inició una reconfiguración
de toda la Iglesia latinoamericana desde una romanización del clero. Si, entre
el CPAL y el Vaticano II se intentó superar la decadencia que había dejado los
siglos de régimen hispano, es decir, lo que se pretendía desde la Santa Sede era
que se asumiera un matiz más universal que periférico; se pretendía distinguir
la separación Iglesia-estado, pues la política tenía su propia misión, al igual
la religión, pero tenía que ser posible la sana convivencia y la armoniosa
relación.[2]
En este sentido, esta romanización
marcará su personalidad de manera indeleble, tanto es así que "Roma"
será, a partir de entonces, una de sus más importantes fuentes a nivel
intelectual y espiritual en todo su vida y pensamiento, desde su juventud
sacerdotal hasta su madurez episcopal, dato que podemos verificar cuando
hacemos un paciente recorrido por todos sus escritos y homilías. Todo su
proceder pastoral se lo encomendaba al Papa y al magisterio de la Iglesia en
general, allí siempre radicarían sus criterios.[3]
[1] Cf. Ruiz, Pontificia Comisión Para América Latina. 50 años, www.celam.org/documentacion/214.doc
(08/08/2018); Piccardo, “Historia
del Concilio Plenario Latinoamericano", 417.
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