Desde su
infancia se distinguía por la profunda piedad e inclinación incipiente a la
vida religiosa. Por ejemplo: sus hermanos y amigos nos revelan que visitaba
todos los días la iglesia del pueblo para orar y rezar el Santo Rosario o que
lo hacía al pie de su cama antes de dormir; igualmente, nos dicen que, al jugar
con los demás niños de su barrio, siempre procuraba tomar el papel de un cura
que bendecía a todos y que hacía procesiones populares.[1]
Don Juan
Leiva, un maestro en carpintería, y su hermano Alfonso Leiva, alcalde del
pueblo, fueron quienes notaron claramente la vocación al sacerdocio; también sirvieron
de enlace con la diócesis de San Miguel para que iniciara su formación. Cuando
se enteró la familia, la madre fue diligente en respetar la llamada que Dios le
había hecho a su hijo, pero su padre ponía obstáculos irracionales y tardanzas
injustificadas, en el fondo eran problemas económicos, pero todo se resolvió
con una beca que el obispo le concedió.[2]
Así es como
entró en el seminario menor de San Miguel, en donde residió desde el año 1931 a
1937, bajo la dirección de los padres claretianos, lo que dejará agradables
recuerdos y enriquecedoras experiencias, que en más de alguna ocasión expresó
públicamente:
Finalmente, fui a cenar a la Casa Generalicia de
los padres claretianos, habiendo compartido la mesa principal con el Padre
General, que mañana saldrá rumbo a Alemania para festejar a su antecesor, que
ya cumple más de ochenta años de vida. Recordé con ellos los días de mi
seminario menor y también mi primera misa, que celebré precisamente en el
templo anexo a este centro de autoridad claretiana, el templo del Corazón de
María. Y al pedírseme un autógrafo para su libro de visitas, escribí así: «Hoy
he vuelto a mis orígenes... Al cenar con ustedes, he recordado el seminario
menor que hice con los queridos padres claretianos. Y en este lugar celebré mi
primera misa en 1945. Gracias y bendición».[3]
Esta etapa de
su vida en el seminario menor fue de mucho provecho: los padres claretianos
propiciaban humildemente un ambiente paternal y humanístico, así como lo exigía
la época, había una disciplina mesurada y un espíritu académico de altura. Aquí
no sólo fortaleció su ideal sacerdotal, sino que descubrió y cultivó habilidades
que le acompañaran toda la vida: oratoria, musica y letras.[4]
En su casa
había mostrado tener una indudable piedad mariana, pero con los claretianos fomenta
su amor al Inmaculado Corazón de María y con la piedad popular del pueblo
migueleño profundizó su devoción a la Virgen de la Paz, advocaciones que serán
centrales en su vida espiritual de sacerdote diocesano. De hecho, Jesús Delgado
opina que su amor por la Virgen María fue de gran beneficio para san Óscar
Romero, porque ese afecto materno espiritual le ayudó a superar la obsesión por
caer en pecado cada vez que él se relacionaba con alguien del sexo femenino.[5]
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