DOMINGO XXV DEL TIEMPO ORDINARIO, CICLO A
Isaías
55, 6-9
Filipenses
1, 20c-24, 27a
Mateo
20, 1-16
El
evangelio de Jesucristo siempre pondrá en crisis a la Iglesia. A lo largo de
los siglos siempre ha existido la tentación de no tener como centro el Reino de
Dios, sino los valores que el mundo ofrece; es cuando el Espiritu Santo toma la
escoba y se pone a barrer la casa, para apartar toda la porquería que pueda
haber por dentro.
En
la antífona de entrada pone la tónica perfecta para poder entender el evangelio
de hoy: Yo soy la salvación del pueblo -dice el Señor-. Cuando me
llamen desde el peligro, yo les escucharé, y seré para siempre su Señor.
Si nos fijamos bien, aquí sobresalen dos títulos divinos: salvador y señor. Esto
nos puede ayudar qué tipo de Dios es el del reino.
Cuando
le llamamos a Dios salvador estamos
diciendo que él nos libera del todo mal. El peor y principal mal del que Dios
nos libera es el del pecado. No puede haber peor desgracia en el ser humano que
el pecado: porque nos deshumaniza y nos destruye. El pecado nos aleja de Dios y
de los hermanos; pero la misericordia de Dios no tiene límites, y nos limpia e
ilumina para dejarnos limpios y bien dispuestos para recibir en nuestras vidas
la salvación. El evangelio nos va indicar que la bondad de Dios es tan grande,
que hasta puede escandalizar.
Cuando
le llamamos Señor estamos diciendo
que el rige los corazones de los redimidos. O sea, Dios reina desde el interior
de las personas; es una invitación a que lo pongamos como centro de las vidas.
Basta con decir que sí a la gran invitación que el Padre nos hace a que
tengamos una nueva vida en él y desde él. Esto significa renunciar a las
idolatrías de la vida y al asumir los valores del reino de Dios.
La
oración colecta nos indica que ese sí que le damos al Señor se resume en el
amor a Dios y al prójimo. Aquí está la plenitud de la ley y el requisito para
entrar el reino de Dios. Claro, en el amor hay salvación y plenitud, allí está
la verdadera felicidad.
La
primera lectura nos está acordando que El Dios salvador y Señor nos está
esperando con los brazos abiertos, tenemos que buscarlo: Buscad al Señor mientras puede ser hallado. Por supuesto, el buscar
a Dios no es una imposición, sino una inspiración del Espíritu Santo. Igualmente,
San Agustín nos explicaba que Dios nos atrae hacia sí porque es el bien supremo
que sacia nuestra sed infinita de felicidad. Pero la llamada de Dios no es
neutral, exige conversión: que el malvado
abandone su camino, y el criminal sus planes, y no es una amenaza, sino una
exhortación de un padre que ama a sus hijos y no quiere que se pierdan para
siempre. Lo que se destaca en esta lectura es la misericordia de Dios: que regrese al Señor, y él tendrá piedad; a
nuestro Dios, que es rico en perdón. Aprovechemos la oferta de Dios bueno y
misericordioso.
El
evangelio reafirma esta bondad. Pero aquí el movimiento es distinto. Ya no es
el hombre el que debe buscar a Dios, sino que es Dios quien sale a buscar a sus
hijos. Él nos está llamando en todos los momentos de nuestra vida, no importa
si es el último momento. Basta un si al Señor para que él derrame su bondad y perdón
sobre nosotros. Es tan grande la bondad de Dios que escandaliza a otros. Pero
si a Dios no le importa, mucho menos a nosotros; basta decir sí a la propuesto
de salvación de Dios y él nos da sobreabundante su gracia y su perdón.
Sea
como sea, busquemos a Dios o dejémonos encontrar por Dios, la lógica de la
misericordia de Dios es que nosotros entremos en esta comunión de vida y
salvación. San Pablo nos lo dice de una manera peculiar: Lo importante es que vosotros llevéis una vida digna del Evangelio de
Cristo. Esa es la vocación de todos los cristianos, eso es tener en el
centro el reino de Dios. Dios te bendiga.
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