miércoles, 5 de julio de 2017

DOMINGO XIV DEL TIEMPO ORDINARIO, CICLO A

Zacarías 9, 9-10
Salmo 144
Romanos 8, 9.11-13
San Mateo 11, 25-30

Oh Dios meditamos tu misericordia en medio de tu templo. Este domingo XIV del tiempo ordinario la Iglesia quiere que pongamos nuestra mirada en la misericordia de Dios. Puede venir a nosotros un eco de año jubilar de la misericordia que acabamos de pasar. Resuena en nuestro interior ese abrazo de ternura del Padre que transforma los corazones. Sólo el amor y la ternura de Dios puede cambiar la vida de los hombres. La misericordia de Dios nos recuerda la importancia de la cultura del encuentro, impulsándonos a compartir esa misericordia con los demás.

Este domingo le pedimos algo al Señor: concede (a todos) la verdadera alegría. Esta alegría que pedimos en la oración colecta hace que nos centremos en la risa pascual, o sea, aquella risa del salmo: al ir iban llorando llevando la semilla, al volver vuelven cantado trayendo su gavilla. No es la alegría pasajera que viene del mundo, sino la alegría que viene de Dios, sabernos salvados y amados y salvador por Dios. La humanidad quiere hallar esa alegría en otros salvadores, pero su tarea es imposible, sólo hay un único Dios vivo y verdadero. Este mundo pasará con todos sus afanases. Pero el Dios de la vida nunca pasará.

La primera lectura está tomada del libro de Zacarías: Alegrate, hija de Sion; canta hija de Jerusalén; mira tu rey viene a ti justo y victorioso.  Vuelve en la primera lectura a salir el tema de la alegría. Podemos ver en el autor de este libro la tristeza de todo un pueblo, oprimido por los problemas de su historia. Y, en medio de esta angustia nace la esperanza de salvación que provoca esa alegría que proviene de una esperanza firme en las manos de Dios. Puede ser que en nuestro país vivamos en situaciones similares, parece que todo está perdido; sin embargo, Dios nos dice: Alegrate, El Salvador, tu rey está por salvarte. Lo que nos toca es dar un salto confiado en las manos de Dios y ponernos a trabajar por el reino de Dios.   

Con el salmo 144 respondemos: Bendeciré tu nombre por siempre, Dios mío, mi rey. Este salmo indica que ese rey del que habla el profeta Zacarias es el mismo Dios. Cuando hablamos de Dios-Rey podemos pensar inmediatamente en el reino de Dios. Lo más importante en la historia es el señorío de Dios. Dios es Señor en la medida que cada uno de nosotros se va humanizando con la presencia de Dios, es decir, cuando llevamos a cabo una salvación integral de la persona. Es de rigor ponernos a trabajar para que ese reino de Dios se expanda por todo el mundo.

Pero esa presencia salvadora del reino de Dios es algo que está reservado para algunos: “te doy gracias, Padre, Señor de cielo y tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y las has revelado a la gente sencilla”. Si nos fijamos bien, el evangelio llama a Dios “Señor”; Dios como Señor se da a conocer a los sencillos de corazón. Estas palabras deberían hacer temblar a los poderosos y sabios del mundo, porque piensan que ven y son ciegos, piensan que oyen y están sordos. Dios está en lo humilde y en lo pobre. Esta es una invitación a dejarnos sorprender por Dios. Seamos mansos y humildes como Jesucristo.


Al participar del altar, digamos con el salmo 33: Gustad y ved que bueno es el Señor. Somos dichosos si nos acogemos en las manos de Dios. Su misericordia nos da la suficiente confianza en su bondad. Su salvación nos invita llevar esa transformación que proviene de su presencia en todo el mundo. 

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