DOMINGO XIV DEL TIEMPO ORDINARIO, CICLO A
Zacarías 9, 9-10
Salmo 144
Romanos 8, 9.11-13
San Mateo 11, 25-30
Oh Dios meditamos
tu misericordia en medio de tu templo. Este domingo XIV del tiempo ordinario la
Iglesia quiere que pongamos nuestra mirada en la misericordia de Dios. Puede
venir a nosotros un eco de año jubilar de la misericordia que acabamos de pasar.
Resuena en nuestro interior ese abrazo de ternura del Padre que transforma los
corazones. Sólo el amor y la ternura de Dios puede cambiar la vida de los hombres.
La misericordia de Dios nos recuerda la importancia de la cultura del
encuentro, impulsándonos a compartir esa misericordia con los demás.
Este
domingo le pedimos algo al Señor: concede
(a todos) la verdadera alegría. Esta alegría que pedimos en la oración
colecta hace que nos centremos en la risa
pascual, o sea, aquella risa del salmo: al
ir iban llorando llevando la semilla, al volver vuelven cantado trayendo su
gavilla. No es la alegría pasajera que viene del mundo, sino la alegría que
viene de Dios, sabernos salvados y amados y salvador por Dios. La humanidad
quiere hallar esa alegría en otros salvadores, pero su tarea es imposible, sólo
hay un único Dios vivo y verdadero. Este mundo pasará con todos sus afanases.
Pero el Dios de la vida nunca pasará.
La
primera lectura está tomada del libro de Zacarías: Alegrate, hija de Sion; canta hija de Jerusalén; mira tu rey viene a ti
justo y victorioso. Vuelve en la primera
lectura a salir el tema de la alegría. Podemos ver en el autor de este libro la
tristeza de todo un pueblo, oprimido por los problemas de su historia. Y, en
medio de esta angustia nace la esperanza de salvación que provoca esa alegría
que proviene de una esperanza firme en las manos de Dios. Puede ser que en
nuestro país vivamos en situaciones similares, parece que todo está perdido;
sin embargo, Dios nos dice: Alegrate, El Salvador, tu rey está por salvarte. Lo
que nos toca es dar un salto confiado en las manos de Dios y ponernos a
trabajar por el reino de Dios.
Con
el salmo 144 respondemos: Bendeciré tu
nombre por siempre, Dios mío, mi rey. Este salmo indica que ese rey del que
habla el profeta Zacarias es el mismo Dios. Cuando hablamos de Dios-Rey podemos
pensar inmediatamente en el reino de Dios. Lo más importante en la historia es
el señorío de Dios. Dios es Señor en la medida que cada uno de nosotros se va
humanizando con la presencia de Dios, es decir, cuando llevamos a cabo una
salvación integral de la persona. Es de rigor ponernos a trabajar para que ese
reino de Dios se expanda por todo el mundo.
Pero
esa presencia salvadora del reino de Dios es algo que está reservado para
algunos: “te doy gracias, Padre, Señor de
cielo y tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y
las has revelado a la gente sencilla”. Si nos fijamos bien, el evangelio
llama a Dios “Señor”; Dios como Señor se da a conocer a los sencillos de
corazón. Estas palabras deberían hacer temblar a los poderosos y sabios del
mundo, porque piensan que ven y son ciegos, piensan que oyen y están sordos.
Dios está en lo humilde y en lo pobre. Esta es una invitación a dejarnos
sorprender por Dios. Seamos mansos y humildes como Jesucristo.
Al
participar del altar, digamos con el salmo 33: Gustad y ved que bueno es el Señor. Somos dichosos si nos acogemos
en las manos de Dios. Su misericordia nos da la suficiente confianza en su
bondad. Su salvación nos invita llevar esa transformación que proviene de su
presencia en todo el mundo.
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