domingo, 1 de octubre de 2017

La responsabilidad personal frente a la misericordia de Dios

Domingo XXVI del Tiempo Ordinario, Ciclo A

Ezequiel: 18, 25-28
Filipenses: 2, 1-11
Mateo: 21, 28-3

Todos conocemos personas que piensan que la idea de un Dios que castiga y excluye a los pecadores es cruel e injusta, la cual, lleva a un rechazo rotundo a ese Dios; o, por el contrario, piensan que están en lado de los buenos y queridos por Dios, siendo ellos mismos los que excluyen a los pecadores.

La liturgia de hoy, igual que el domingo pasado, resulta escandaloso para ese mosaico de hermanos nuestros que se creen buenos y excluyen a los demás. Hoy se nos invita a entender dos cosas: a Dios desde la misericordia y la esencial importancia de nuestra responsabilidad frente a él.

La antífona de entrada de hoy Daniel reconoce que el castigo venido de Dios es justo porque no se ha actuado de acuerdo con su voluntad, pero lo que debemos resaltar es algo que supera la justicia, la misericordia: pero da gloria a tu nombre y trátanos según tu abundante misericordia. (Dan 3, 31. 29. 30. 43. 42). De hecho, una fe bíblica más madura nos revela que Dios disimula nuestros pecados esperando que nos convirtamos, porque no nos trata según nuestros pecados; siempre está dispuesto a acogernos, perdonarnos y limpiarnos.

La oración colecta nos revela algo muy reconfortante para los corazones afligidos: Oh Dios, que manifiestas especialmente tu poder con el perdón y la misericordia. Esto es algo que no cabe en la cabeza de los puritanos y perfeccionistas, en el fondo no quieren a un Dios tan bueno, resulta escandaloso e incompatible. Se sienten mejor con un dios sangriento e implacable, pero ese no existe.

Que bueno que el Dios de Jesucristo sea tan bueno, nos permite entrar sin miedo al Reino de los Cielos, no nos sentimos ni obligados ni coaccionados por nadie. El amor y la misericordia de Dios son el mayor bien que nos atrae hacia sí: es la ley de la atracción, nos sentimos atraídos por su gracia.

La misericordia de Dios nos abre las puertas de toda bendición y salvación. La eucaristía es la celebración más palpable de esa misericordia, porque se hace presente el Misterio Pascual es máxima expresión. Allí es donde el cristiano se renueva en cuerpo y alma desde la gracia que proviene de la gracia de Dios, somo participes de la herencia del Hijo de Dios.

Pero la Palabra de Dios matiza nuestra relación con la misericordia de Dios: la responsabilidad personal. Quiero decir que, si bien Dios siempre es bueno y misericordioso, es responsabilidad nuestra acercarnos a su misericordia. En otras palabras, Dios no rechaza a nadie que se acerca a él con un corazón quebrantado y humillado; pero tampoco obliga a nadie a convertirse.

El ejemplo del llamado de Dios y de la respuesta del hombre la tenemos en la parábola de “los dos hijos” que tenemos en el evangelio. El hijo que dijo “si” pero no fue y otro que dijo “no” pero al final fue. ¿Qué significa esto? Que los hechos son más importantes que las palabras.

El contraste de los que se “creen buenos” y de los que son humildes y se convierten es patente en el evangelio: las prostitutas y los publicanos os precederán en el Reino, porque oyeron, creyeron y se convirtieron. Y los primeros no, su soberbia nos les permite convertirse. Estos casos abundan alrededor nuestro: los que llevan una vida de conversión y comunión (de verdad) y los que se llenan la boca hablando de Dios y nunca se convierten.

Que este domingo, al acércanos al altar, podamos encontrarnos con Dios que llama a trabajar por su Reino; que nuestro si al Señor sea acompañado por obras de verdad. Dios te bendiga.

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