Domingo XXVI del
Tiempo Ordinario, Ciclo A
Ezequiel:
18, 25-28
Filipenses:
2, 1-11
Mateo:
21, 28-3
Todos
conocemos personas que piensan que la idea de un Dios que castiga y excluye a
los pecadores es cruel e injusta, la cual, lleva a un rechazo rotundo a ese
Dios; o, por el contrario, piensan que están en lado de los buenos y queridos
por Dios, siendo ellos mismos los que excluyen a los pecadores.
La
liturgia de hoy, igual que el domingo pasado, resulta escandaloso para ese
mosaico de hermanos nuestros que se creen buenos y excluyen a los demás. Hoy se
nos invita a entender dos cosas: a Dios desde la misericordia y la esencial
importancia de nuestra responsabilidad frente a él.
La
antífona de entrada de hoy Daniel reconoce que el castigo venido de Dios es
justo porque no se ha actuado de acuerdo con su voluntad, pero lo que debemos
resaltar es algo que supera la justicia, la misericordia: pero da gloria a tu nombre y
trátanos según tu abundante misericordia. (Dan 3, 31. 29. 30. 43. 42). De hecho, una fe bíblica más madura nos
revela que Dios disimula nuestros pecados esperando que nos convirtamos, porque
no nos trata según nuestros pecados; siempre está dispuesto a acogernos,
perdonarnos y limpiarnos.
La oración colecta nos
revela algo muy reconfortante para los corazones afligidos: Oh Dios, que manifiestas especialmente tu poder con el perdón y la misericordia. Esto es algo que no
cabe en la cabeza de los puritanos y perfeccionistas, en el fondo no quieren a
un Dios tan bueno, resulta escandaloso e incompatible. Se sienten mejor con un
dios sangriento e implacable, pero ese no existe.
Que bueno que el Dios de Jesucristo sea
tan bueno, nos permite entrar sin miedo al Reino de los Cielos, no nos sentimos
ni obligados ni coaccionados por nadie. El amor y la misericordia de Dios son
el mayor bien que nos atrae hacia sí: es la ley de la atracción, nos sentimos
atraídos por su gracia.
La misericordia de Dios nos abre las
puertas de toda bendición y salvación. La eucaristía es la celebración más
palpable de esa misericordia, porque se hace presente el Misterio Pascual es
máxima expresión. Allí es donde el cristiano se renueva en cuerpo y alma desde
la gracia que proviene de la gracia de Dios, somo participes de la herencia del
Hijo de Dios.
Pero la Palabra de Dios matiza nuestra
relación con la misericordia de Dios: la responsabilidad personal. Quiero decir
que, si bien Dios siempre es bueno y misericordioso, es responsabilidad nuestra
acercarnos a su misericordia. En otras palabras, Dios no rechaza a nadie que se
acerca a él con un corazón quebrantado y humillado; pero tampoco obliga a nadie
a convertirse.
El ejemplo del llamado de Dios y de la
respuesta del hombre la tenemos en la parábola de “los dos hijos” que tenemos
en el evangelio. El hijo que dijo “si” pero no fue y otro que dijo “no” pero al
final fue. ¿Qué significa esto? Que los hechos son más importantes que las
palabras.
El contraste de los que se “creen
buenos” y de los que son humildes y se convierten es patente en el evangelio:
las prostitutas y los publicanos os precederán en el Reino, porque oyeron,
creyeron y se convirtieron. Y los primeros no, su soberbia nos les permite
convertirse. Estos casos abundan alrededor nuestro: los que llevan una vida de
conversión y comunión (de verdad) y los que se llenan la boca hablando de Dios
y nunca se convierten.
Que este domingo, al acércanos al
altar, podamos encontrarnos con Dios que llama a trabajar por su Reino; que
nuestro si al Señor sea acompañado por obras de verdad. Dios te bendiga.
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