miércoles, 24 de febrero de 2021

I DOMINGO DE CUARESMA, CICLO B: La tentación es inevitable, pero la victoria es posible

Los Cristianos han celebrado desde el principio la pascua semanal. Esa celebración la hacían en el primer día de la semana, Roma lo llamaba día del sol. La celebración cristiana de la resurrección hará que pase a llamarse Dies Domini, que significa día del señor (Ap 1, 10), la traducción al español será Domingo.

Según algunas opiniones los cristianos quisieron ubicar tardíamente la pascua anual del Señor, para poder celebrarla solemnemente. Luego de varios años y de alguna discusión, la Iglesia fijó esa celebración en el domingo más cercano al plenilunio de primavera (la que está entre marzo y abril). Entorno a esta celebración se fue formando poco a poco la cuaresma hasta llegar a su forma actual.

Lo que resulta interesante es que entorno a esta celebración se tenga al menos tres sentidos: primero, los catecúmenos se preparaban para recibir la iniciación cristiana; segundo, los penitentes recibían recorrían la recta final hacia la absolución el jueves santo de parte de la Iglesia; tercero, los bautizados hacían un tiempo de ayuno, penitencia y limosna para prepararse espiritualmente para la celebración de la Pascua.  

 En cualquier caso, la cuaresma no es un numero casual, sino que es simbólico; la eucología (oración litúrgica) de hoy nos enseña que es un sacramento.  Esto significa que los bautizados participamos de la misma cuaresma de Jesucristo: El cual, al abstenerse durante cuarenta días de tomar alimento, inauguró la práctica de nuestra penitencia cuaresmal, y, al rechazar las tentaciones de la antigua serpiente, nos enseñó a sofocar la fuerza del pecado; de este modo, celebrando con sinceridad el Misterio pascual, podremos pasar un día a la Pascua que no acaba.

 Normalmente se hace énfasis en las tentaciones; sin embargo, podemos fijarnos en la victoria. Ese puede ser un énfasis en esta primera semana de cuaresma: La tentación es inevitable, pero la victoria es posible. Cristo nos dijo en el evangelio: ¡Convertíos y creed en el Evangelio! Esa es la victoria que debemos buscar.

 ¿Qué es Convertirse? Convertirse es dejar el pecado para volver a la comunión con Dios. 

Todos somos pecadores, nadie lo puede negar sin ser un mentiroso. San Óscar Romero decía que no hay un pecador Igual. El Sabio es quien reconoce y confiesa sus propias decía San Bernardo

Pero hay una enfermedad espiritual que yo le llama el “buenismo”, o sea, el que dice: yo soy bueno, no le hago mal a nadie. Pero las palabras de Jesús son tajantes: ¡convierte! La conversión no solo es dejar de hacer el mal, implica también hacer el bien.

Ahora bien, hay algo más, convertirse es entrar en comunión con Dios: creed en el evangelio. Esto significa que la conversión no es un estadio ético, sino espiritual. 

La santidad consiste esencialmente en sintonizar nuestra mente, corazón y obrar con frecuencia de la voluntad de Dios.

pero...¿Dónde encuentro la voluntad de Dios? 

Conociendo a Jesucristo a través de las Escrituras. Esto implica tres cosas: escrudiñar la Escritura para adquirir un conocimiento de la voluntad de Dios; segundo, llevar a la vida ese conocimiento; tercero, amar toda la voluntad de Dios en mi vida: No son los que me dicen: “Señor, Señor”, los que entrarán en el Reino de los Cielos, sino los que cumplen la voluntad de mi Padre que está en el cielo (Mt 7, 21).

Claro, la voluntad de Dios puede ser diferente para cada uno, en el sentido de que tenemos una vocación especifica, la cual también comporta luces propias para encontrar la voluntad de Dios. Pero en toda vocación el discernimiento es a la luz de la Escritura, la cual es el principio garante. Por esta razón una de las practicas recomendada para esta cuaresma puede ser la Lectio Divina, es decir, la lectura orante de la Biblia. 

miércoles, 17 de febrero de 2021

Homilia del Santo Padre Benedicto XVI (1/03/2006): La cuaresma es una peregrinación personal y comunitaria de conversión y renovación espiritual.

La procesión penitencial, con la que hemos iniciado esta celebración, nos ha ayudado a entrar en el clima típico de la Cuaresma, que es una peregrinación personal y comunitaria de conversión y renovación espiritual. Según la antiquísima tradición romana de las "estaciones" cuaresmales, durante este tiempo los fieles, juntamente con los peregrinos, cada día se reúnen y hacen una parada —statio— en una de las muchas "memorias" de los mártires, que constituyen los cimientos de la Iglesia de Roma. En las basílicas, donde se exponen sus reliquias, se celebra la santa misa precedida por una procesión, durante la cual se cantan las letanías de los santos. Así se recuerda a los que con su sangre dieron testimonio de Cristo, y su evocación impulsa a cada cristiano a renovar su adhesión al Evangelio. A pesar del paso de los siglos, estos ritos conservan su valor, porque recuerdan cuán importante es, también en nuestros tiempos, acoger sin componendas las palabras de Jesús:  "El que quiera venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día y sígame" (Lc 9, 23).


Otro rito simbólico, gesto propio y exclusivo del primer día de Cuaresma, es la imposición de la ceniza. ¿Cuál es su significado más hondo? Ciertamente, no se trata de un mero ritualismo, sino de algo más profundo, que toca nuestro corazón. Nos ayuda a comprender la actualidad de la advertencia del profeta Joel, que recoge la primera lectura, una advertencia que conserva también para nosotros su validez saludable:  a los gestos exteriores debe corresponder siempre la sinceridad del alma y la coherencia de las obras.

En efecto, ¿de qué sirve —se pregunta el autor inspirado— rasgarse las vestiduras, si el corazón sigue lejos del Señor, es decir, del bien y de la justicia? Lo que cuenta, en realidad, es volver a Dios, con un corazón sinceramente arrepentido, para obtener su misericordia (cf. Jl 2, 12-18). Un corazón nuevo y un espíritu nuevo es lo que pedimos en el Salmo penitencial por excelencia, el Miserere, que hoy cantamos con el estribillo "Misericordia, Señor:  hemos pecado". El verdadero creyente, consciente de que es pecador, aspira con todo su ser —espíritu, alma y cuerpo— al perdón divino, como a una nueva creación, capaz de devolverle la alegría y la esperanza (cf. Sal 50, 3. 5. 12. 14).

Otro aspecto de la espiritualidad cuaresmal es el que podríamos llamar "agonístico", y se refleja en la oración colecta de hoy, donde se habla de "armas" de la penitencia y de "combate" contra las fuerzas del mal. Cada día, pero especialmente en Cuaresma, el cristiano debe librar un combate, como el que Cristo libró en el desierto de Judá, donde durante cuarenta días fue tentado por el diablo, y luego en Getsemaní, cuando rechazó la última tentación, aceptando hasta el fondo la voluntad del Padre.

Se trata de un combate espiritual, que se libra contra el pecado y, en último término, contra satanás. Es un combate que implica a toda la persona y exige una atenta y constante vigilancia. San Agustín afirma que quien quiere caminar en el amor de Dios y en su misericordia no puede contentarse con evitar los pecados graves y mortales, sino que "hace la verdad reconociendo también los pecados que se consideran menos graves (...) y va a la luz realizando obras dignas. También los pecados menos graves, si nos descuidamos, proliferan y producen la muerte" (In Io. evang. 12, 13, 35).

Por consiguiente, la Cuaresma nos recuerda que la vida cristiana es un combate sin pausa, en el que se deben usar las "armas" de la oración, el ayuno y la penitencia. Combatir contra el mal, contra cualquier forma de egoísmo y de odio, y morir a sí mismos para vivir en Dios es el itinerario ascético que todos los discípulos de Jesús están llamados a recorrer con humildad y paciencia, con generosidad y perseverancia.

El dócil seguimiento del divino Maestro convierte a los cristianos en testigos y apóstoles de paz. Podríamos decir que esta actitud interior nos ayuda también a poner mejor de relieve cuál debe ser la respuesta cristiana a la violencia que amenaza la paz del mundo. Ciertamente, no es la venganza, ni el odio, ni tampoco la huida hacia un falso espiritualismo. La respuesta de los discípulos de Cristo consiste, más bien, en recorrer el camino elegido por él, que, ante los males de su tiempo y de todos los tiempos, abrazó decididamente la cruz, siguiendo el sendero más largo, pero eficaz, del amor. Tras sus huellas y unidos a él, debemos esforzarnos todos por oponernos al mal con el bien, a la mentira con la verdad, al odio con el amor.

En la encíclica Deus caritas est quise presentar este amor como el secreto de nuestra conversión personal y eclesial. Comentando las palabras de san Pablo a los Corintios:  "Nos apremia el amor de Cristo" (2 Co 5, 14), subrayé que "la conciencia de que en él Dios mismo se ha entregado por nosotros hasta la muerte tiene que llevarnos a vivir no ya para nosotros mismos, sino para él y, con él, para los demás" (n. 33).

El amor, como reafirma Jesús en el pasaje evangélico de hoy, debe traducirse después en gestos concretos en favor del prójimo, y en especial en favor de los pobres y los necesitados, subordinando siempre el valor de las "obras buenas" a la sinceridad de la relación con el "Padre celestial", que "ve en lo secreto" y "recompensará" a los que hacen el bien de modo humilde y desinteresado (cf. Mt 6, 1. 4. 6. 18).

La concreción del amor constituye uno de los elementos esenciales de la vida de los cristianos, a los que Jesús estimula a ser luz del mundo, para que los hombres, al ver sus "buenas obras", glorifiquen a Dios (cf. Mt 5, 16). Esta recomendación llega a nosotros muy oportunamente al inicio de la Cuaresma, para que comprendamos cada vez mejor que "la caridad no es una especie de actividad de asistencia social (...), sino que pertenece a su naturaleza y es manifestación irrenunciable de su propia esencia" (Deus caritas est, 25). El verdadero amor se traduce en gestos que no excluyen a nadie, a ejemplo del buen samaritano, el cual, con gran apertura de espíritu, ayudó a un desconocido necesitado, al que encontró "por casualidad" a la vera del camino (cf. Lc 10, 31).

Señores cardenales, venerados hermanos en el episcopado y en el presbiterado, queridos religiosos, religiosas y fieles laicos, a quienes saludo con gran cordialidad, entremos en el clima típico de este tiempo litúrgico con estos sentimientos, dejando que la palabra de Dios nos ilumine y nos guíe. En Cuaresma escucharemos con frecuencia la invitación a convertirnos y creer en el Evangelio, y se nos invitará constantemente a abrir el espíritu a la fuerza de la gracia divina.

Aprovechemos estas enseñanzas que nos dará en abundancia la Iglesia durante estas semanas. Animados por un fuerte compromiso de oración, decididos a un esfuerzo cada vez mayor de penitencia, de ayuno y de solicitud amorosa por los hermanos, encaminémonos hacia la Pascua, acompañados por la Virgen María, Madre de la Iglesia y modelo de todo auténtico discípulo de Cristo

Domingo VI del T.O. Ciclo B: La enfermedad no nos aleja de Dios, al contrario, nos acerca

 - Lev 13, 1-2. 44-46: El leproso vivirá solo y tendrá su morada fuera del campamento.

 Sal 31. R. Tú eres mi refugio, me rodeas de cantos de liberación.

- 1 Cor 10, 31 — 11, 1: Sed imitadores míos como yo lo soy de Cristo.

- Mc 1, 40-45. La lepra se le quitó, y quedó limpio


La vida y la salud integral son bienes que Dios ha confiado a los hombres. Estos son derechos inherentes a las personas, que deben ser cuidados por el estado y la sociedad en general. Debe haber condiciones necesarias para cuidar el cuerpo, la mente y el espíritu, aunque se debe evitar el culto al cuerpo, la ideología del descarte o la perversión de buscar la perfección a través de la manipulación inmoral de la ciencia médica.

La enfermedad y la muerte aparecen como contradictorias a la existencia humana, porque en el fondo los hombres aspiramos a la plenitud. La primera lectura nos habla de un triple sufrimiento de los enfermos de lepra: corporal, porque es una enfermedad muy grave; moral, porque es discriminado por su familia y amigos; religioso, porque es declarado impuro y excomulgado. Prácticamente un leproso estaba muerto en vida. Este drama se repite en nuestros días: la enfermedad acarrea mucho dolor y sufrimiento que supera lo físico. Pienso en el sistema de salud pública, destinado para maltratar a los pobres y condenarlos a morir; Igualmente, la salud y las medicinas tendrían que ser los bienes más baratos del mundo; no obstante, son los más caros. Estamos frente a un campo inmoral.

En el evangelio vemos a Jesús que se solidariza con el dolor de un leproso. Si con la enfermedad había muerto, con la recuperación de su salud resucitó. El pobre hombre recuperó la dignidad humana que la ley le había quitado. No le importo al Señor no cumplir la ley, optó por la misericordia: «Si quieres, puedes limpiarme». Compadecido, extendió la mano y lo tocó diciendo: «Quiero: queda limpio» sin duda es una escena entrañable. A veces se nos olvida el principio de misericordia, nos convertimos en legalistas, nos gusta manipular la realidad a nuestra conveniencia, olvidándonos de nuestros hermanos. San pablo dice: procuro contentar en todo a todos, no buscando mi propia ventaja, sino la de la mayoría, para que se salven. Debemos entender que lo que a Dios le agrada es la misericordia antes que los sacrificios.

 

La Palabra de Dios nos enseña que la enfermedad no aleja de Dios, sino que sucede lo contrario. La teología de la retribución no tiene cabida en el cristianismo, porque Dios siempre es bueno, no castiga a los malo o bendice a los buenos por su cualidad moral, Él siempre nos ama a todos de manera igual. El pasaje del leproso enseña que la enfermedad puede acercarnos a Dios: ¿Qué pasaría si él no hubiera estado enfermo? ¿habría buscado a Dios? ¿se hubiera encontrado con Jesús? No más seguro es que no. A veces la enfermedad nos sirve para que busquemos a Dios, en medio del dolo y sufrimiento podemos lograr una visión sobrenatural, no puede servir de purificación y de un momento de encuentro con el Redentor. La enfermedad nos puede santificar.

 

No puedo decir lo mismo de la enfermedad espiritual. La peor de todas es el pecado, tanto como personal como social. El pecado siempre será una ruptura en la amistad con Dios y con la Iglesia, a quien ofendemos por nuestras faltas. Esa es la verdadera lepra que necesitamos sanar. Ahora bien, esta salud espiritual solo la podremos alcanzar en un encuentro vivo con Jesús. Tenemos que imitar al leproso: debemos acercarnos con fe y humildad a pedir que nos sane. El evangelio ya nos da la respuesta del Señor: Si quiero, queda sano.

 

Este encuentro vivo se da en la Eucaristía. Allí nos encontramos con Jesús. Acerquémonos pues con esas pertinentes disposiciones interiores para lograr frutos abundantes de vida eterna,

 

sábado, 6 de febrero de 2021

Los milagros de Jesús nos invitan a la conversión y a la fe.

Domingo V del T.O, Ciclo B.

- Job 7, 1-4. 6-7.                       Me harto de dar vueltas hasta el alba.


- Sal 146.                                 R. Alabad al Señor, que sana los corazones destrozados.


- 1 Cor 9, 16-19. 22-23.           Ay de mí si no anuncio el Evangelio.


- Mc 1, 29-39.                         Curó a muchos enfermos de diversos males.

Estamos viviendo una pandemia que va dejando preocupación y luto por todos lados del Orbe; sin embargo, no podemos invisibilizar otros sufrimientos que causan otras enfermedades o situaciones desastrosas que no han desaparecido, allí están presentes. En todo caso, la verdad es que el hombre es un ser que sufre y muere, a pesar de un sentido o deseo de vida plena que le hace ver a la enfermedad, el sufrimiento, la vejez y la muerte como una enorme contradicción.

Este domingo V del tiempo ordinario es más oportuno que nunca, porque la Palabra de Dios ilumina la situación del hombre ante la enfermedad y la muerte.

La primera lectura nos muestra un pasaje del libro de Job. Uno de los sentido de este libro es el tema de cómo el hombre afronta la fragilidad y la enfermedad de cara a Dios. Igualmente, su teología está en contra de la doctrina de la retribución que sostiene que Dios bendice a los justos y castiga a los pecadores. La figura de Job representa al hombre que es consciente de los inconvenientes y sufrimiento que acarrea una enfermedad, pero también pone de relieve la fidelidad en medio del sufrimiento y la muerte. De alguna manera, Job es tipo de Jesucristo, quien vence el pecado y la muerte a través de la obediencia y la fidelidad.

El evangelio vemos a Jesús curando a la suegra de Pedro y a otros enfermos. Antes que nada, los hechos de Jesús son signos de la presencia del Reino de Dios entre nosotros. Esto quiere decir que el Señor es cercano a sus criaturas, que es bueno, amoroso y solidarios con los que sufren y que su presencia es salvación integral para todos. Ahora bien, los milagros de Jesús no tratan de satisfacer la curiosidad mágica de los supersticiosos, tampoco significa que la misión de Jesús es la de ser curandero, sino que ellos llaman a la conversión, la comunión y el testimonio.

El gran milagro que Jesús es curarnos de la incredulidad y el pecado, porque la peor enfermedad es la ausencia de Dios (Benedicto XVI 2009). En efecto, la misión de Jesús es la salvación del pecado y sus consecuencia, le vemos muchas veces sanando integralmente a las persona, es decir, de cuerpo y alma. Esta misión de Jesús se prolongada a través de la historia por la Iglesia, quien va predicando con autoridad, celebrando el Misterio Pascual y viviendo la caridad en medio de los sufrimiento y penas de los hombres.

Este a domingo vayamos a la Santa Eucaristía a postrarnos ante la presencia de Dios adorándolo y alabando su nombre (Sal 94, 6-7). Él nos espera en el altar para curarnos de nuestros pecados. Acerquémonos con fe y asumamos también nuestra misión a la luz de su mirada misericordiosa. Nuestra presencia profética en medio del mundo es muy importante y necesaria en el mundo, como bautizados estamos llamados por el mismo Cristo ir a predicar la Buena Nueva (1 Cor 9, 16), porque todos estamos llamados a entrar en comunión con Dios, ¿pero como van a creer si nadie les predica el evangelio?

DIRECTORIO HOMILÉTICO: Ap. I. La homilía y el Catecismo de la Iglesia Católica. Ciclo C. Cuarto domingo de Adviento.

96. Con el IV domingo de Adviento, la Navidad está ya muy próxima. La atmósfera de la Liturgia, desde los reclamos corales a la conversión, ...